Como todos los días laborales, poco antes de las nueve de la mañana el subte iba repleto, y cada estación parecía vomitar más y más gente hacia los vagones. Como una serpiente de metal que viaja por las entrañas de la tierra, el subte se movía oscilante mientras la muchedumbre intentaba acomodarse como podía, evitando codazos y apretujamientos. Apretado contra la esquina del vagón iba Marcos leyendo como todas las mañanas. En el interior del subte el calor era agobiante, y por encima del libro Marcos seguía con la mirada la gota de sudor que caía por la frente de un gordo de pelo grasiento atado con coleta que estaba a su lado. Instintivamente se llevó la mano a su propio cabello para asegurarse de que estuviera prolijamente peinado y se acomodó el nudo de la corbata de seda azul. En la hora pico, miles de personas con caras vacías y grises viajaban el centro, apuradas y amodorradas a la vez, en lucha por cada centímetro cuadrado de espacio y cada centímetro cúbico de oxígeno. Marcos cerró los ojos tratando de desconectarse de la situación, -sólo unos momentos –se dijo. Recordó a Ana, los días en el campo en los que se pasaban toda la tarde tirados en la cama, el olor a pasto recién cortado que entraba por la ventana, el sabor de su piel llena de lunares y esa cicatriz en el abdomen que ella siempre trataba de ocultar con las sábanas. La nariz fina y recta, la frente amplia y esos ojos negrísimos como cuentitas que transmitían una ingenuidad animal abrigaban su estupor. El subte llegaba a la estación Pueyrredón y los pasajeros se reacomodaban como fichas de un juego de encastre al subir unos y bajar otros. Marcos siguió fijo contra el vértice y ya empezaba a transpirar mientras la sensación de encierro le iba ganando. ¿De verdad habían pasado casi diez años desde aquellas tardes de verano? Se preguntó si ahora ella estaría cambiada, quizás casada, con hijos, y si le habrían salido más lunares en la espalda. Recordó que llevaba puesto el único recuerdo material de Ana: un par de medias azules de algodón que ella le había prestado un día de lluvia, cuando él había llegado a visitarla con los pies empapados por cruzar la calle completamente inundada. Había tocado el timbre tiritando de frío y Ana lo había recibido con esa sonrisa enorme y pícara que dejaba ver sus dientes blanquísimos. Como sus padres estaban de viaje, ella había preparado la casa para agasajarlo. Desde la cocina llegaba el olor de alguna comida con cebolla de verdeo. El living tenía una enorme alfombra persa con arabescos y en la mesita ratona había tres elefantitos dorados en fila, señal de buena suerte y abundancia. Por lo demás, la casa tenía una decoración bastante minimalista y a Marcos le impresionaba el cuadro de Diego Rivera con la muchacha desnuda de espaldas y caderas pequeñas abrazando un cesto de flores como diciendo “ahí está todo lo que necesito”. Marcos pensó que la postura de la mujer le producía una sensación de exclusión. Pensó en el feminismo que Ana detestaba fervorosamente. - Parecés un pollito mojado- dijo ella y se río de esa forma tan franca y abierta que tenía de reírse, echando la cabeza hacia atrás, entrecerrando los ojos y dejando que el aire que escapaba de la carcajada saliera ruidosamente. Era como si se riera para arriba, con todo el cuerpo. Ella siempre criticaba la rigidez de los movimientos de Marcos, su compostura para hablar y caminar. – En cualquier momento te vas a quebrar, estás tan tenso- le decía. Ana lo tomó de la mano y lo guió hasta el baño, donde la bañera estaba llenándose con agua bien caliente y las sales ya estaban haciendo espuma. Lo desnudó lentamente y dejó la ropa mojada prolijamente sobre una silla cerca del radiante para que se secara. Se quitó la bata que llevaba y la tiró con afectado descuido en el piso. Se metió en la bañera y con una mirada casi imperceptible invitó a Marcos a que se le uniera. En el cuarto contiguo sonaba Kind of Blue y la trompeta de Miles Davis invadía el baño y la casa entera. El subte iba llegando a la estación Carlos Pellegrini, y la gente se apiñaba contra las puertas como para largar una carrera una vez que se abrieran. Marcos esperó hasta que la mayoría bajara y caminó lentamente, metiéndose entre la marea anónima que más parecía de ganado que de seres humanos. Mientras subían por la escalera mecánica miró hacia arriba y divisó el haz de luz que indicaba el exterior. Una vez afuera el frío le llegó hasta los huesos. Caminó pegado a la pared junto con el resto de la gente que salía despedida de las bocas de subte. ¿Por qué no había tenido contacto con Ana después de todos estos años? Marcos nunca había sido bueno para continuar la amistad luego de una ruptura, siempre intentando enterrar el recuerdo bajo capas y capas de piel. Ana se fue diluyendo, como un concentrado al que se le agrega más y más agua hasta obtener una solución que dista mucho de la original, pero que al beberla se puede percibir tenuemente el resabio de su sabor primitivo. Marcos caminó con su estilo de academia militar como en una procesión que salía de su adormilamiento al sentir el viento helado castigándole la cara. A medida que las personas avanzaban iban desapareciendo en grises edificios que a Marcos se le antojaban de Europa oriental, vastos y macizos. Él era como cualquier otro, estaba vestido como los demás, y entró al edificio que le correspondía, como obedeciendo un destino inmutable. Por suerte llevaba las medias de Ana como talismán, como un distintivo secreto que lo diferenciaba de los miles de seres humanos que realizan actividades fisiológicas cómo él. El día de trabajo se había desarrollado prácticamente sin novedades, con el mismo manto opaco de todos los días. Dos o tres veces se encontró mirando el enorme reloj de cuadrante blanco y agujas negras ubicado en el centro de la sala y podía jurar que se había detenido. La diferencia es que ese día no era el mismo que los anteriores. Marcos pensó que quizás el psiquiatra estuviera equivocado. ¿Cuánto había pasado desde la última experiencia? Mucho tiempo. Posiblemente una exposición no sería perjudicial y podía pasarse por alto. ¿No es así? El viaje de vuelta le había parecido igual de corriente que el de ida, pero en su interior Marcos sintió una llama de expectativa que se abría paso, hasta le causaba un hormigueo en las piernas que no le permitían quedarse quietas. Al llegar a la entrada de su edificio Marcos apoyó el iris mecánicamente en el lector y pronunció las palabras para que el reconocedor de voz hiciera su trabajo. El roboportero lo saludó con un chirrido de sus transistores que era un grito ahogado por un recambio urgente. El minúsculo departamento sofocante le pegó un cachetazo en su cara. Se sentó en el sofá sin encender la luz y no pudo contener la ansiedad que hacía meses lo agobiaba. Con manos temblorosas y todavía con las luces apagadas conectó los electrodos azul pálido a sus sienes donde todavía tenía tenues marcas y encendió el proyector holográfico. El ambiente se llenó de haces de luz y la figura de una mujer se materializó en la sala. Marcos respiró hondo y los olores del baño la tarde de la cebolla de verdeo en la cocina, los arabescos y la voz suave de Ana en la frase “Parecés un pollito mojado” retumbó en sus oídos hasta que se durmió.