La guardiana del féretro
- Ignacio Castellanos
- 26 sept 2018
- 5 Min. de lectura

Un grito la hizo volver del sueño. Alyana dio una patada a los otros dos mercenarios que dormían sobre los bancos del templo. Los tres salieron a la fría noche. No estaban preparados para lo que estaban a punto de presenciar. Los rústicos de Peña Baja se arremolinaban a una distancia prudencial alrededor de una figura espigada, ataviada con hábitos de sacerdote, y con una palidez mortal que destacaba con terrible sordidez bajo la luz de la luna. Un hombre se llevó la mano al pecho, corrió hacia una casa destartalada de piedra, y se encerró dentro.
Los cinco años en las tropas auxiliares de Nidya, diez en las regulares de Trebenda y las veintitrés vidas que había arrebatado bajo el abrasador sol nidyo, se habían evaporado de la mente de Alyana. Toda su experiencia, cicatrices, traumas y viajes, no la libraron de quedarse petrificada en el sitio como sus dos compañeros de armas. Aunque a su favor puede decirse que no pestañeó ni abrió la boca. Sólo permaneció tiesa como una vara de cabrero con la mano sobre el pomo de su pesado estoque de manufactura trebana. En aquel momento la boca le sabía a bilis. Por sus ojos desfilaron a toda velocidad, imagen tras imagen, cada instante que había sucedido desde que aceptara el trabajo, hasta aquel preciso momento. Algo tranquilo, sin peligros serios para una mercenaria con tanta experiencia. Cinco sueldos a la semana y dos comidas diarias. Un viaje de cincuenta quilómetros escoltando el cuerpo incorrupto de un sacerdote canonizado por la cofradía de Xarakram. Las sacerdotisas que lo transportaban harían paradas en todas las aldehuelas y villas que se encontraran por el camino para que las gentes sencillas y demás damas y caballeros rurales pudieran pedir favores al cuerpo del santo, previa limosna y oración, claro está, aunque la oración solía ser opcional. Ni un solo asaltante ni contratiempo de ningún tipo se habían encontrado en todo el trayecto. Peña Baja era la última parada. Allí, bajo una centenaria cripta, el cuerpo del abad Varedo descansaría. Todo esto pasó por los ojos de la experimentada mercenaria mientras las finas cicatrices de su mano derecha se plegaban al sacar con suavidad el estoque de la vaina. Alyana chistó a sus dos compañeros de faena para que hicieran lo mismo, pero no se inmutaron. El más joven de los dos, Gasterac, un muchacho de Loumel con buenas dotes para la lucha en distancias cortas, señaló al abad.
-¿No lo veis?, l…la… sombra -balbuceó el muchacho.
Alyana se fijó mejor. El corazón comenzó a latirle con más velocidad mientras el frío atenazaba sus manos. Era cierto que había una sombra tras el abad. Alargada, de más de dos metros y encorvada sobre Varedo como si… ¿Como si lo sujetara?
-¿Y las sacerdotisas? -preguntó Alyana.
-Tienen que estar en la cripta.
-Ve y hazlas venir.
El joven loumense se introdujo con rapidez en el templo. Alyana quedó a solas con su otro compañero, Vodrik, un hombre robusto y moreno de La Marca Helada. Éste, aferraba un extraño cuerno tallado que llevaba al cuello.
-Bornak…-decía para sí mismo.
-¿Cómo dices?
-Bornak…es el espíritu que acompaña a los muertos hacia el río de las almas.
-No te tenía por alguien supersticioso.
-¿Superstición?...igk, igk, nada de superstición, lo tenemos delante de nosotros. ¿Tú no lo ves?
-Creo que es algún tipo de magia negra. Quizá el abad era algo más de lo que dejaba ver a simple vista, y aún muerto, hay cierto tipo de magia que tarda en disiparse, incluso aunque tu cuerpo se esté pudriendo, lo vi en Nidya una vez, con un almd evern, guías espirituales itinerantes con ciertas dotes para la charlatanería.
-No entiendo…no se mueve, ¡no hace nada! -terminó por decir Vodrik mientras extraía del cinto un espada corta con guarda y hoja ancha.
De pronto, la sombra desapareció, aunque Alyana hubiera jurado que se había deslizado por el cráneo del abad muerto. Casi a la vez, apareció Gasterac con la cara congestionada.
-Están todas muertas, despedazadas…
El abad antes inmóvil, comenzó a moverse con movimientos desacompasados, carentes de sentido y utilidad, pero aún así muy rápidos y ágiles.
-¡Corred todos a vuestras casas! ¡Encerraros dentro! -gritó Alyana todo lo que daba de sí su voz
El abad Varedo aferró a una muchacha por la cabeza, y sin dificultad alguna, le destrozó el cráneo quedándole las manos huesudas embadurnadas en sesos, esquirlas de hueso y sangre. Las gentes gritaban, aullaban de desesperación y pánico. Unos instantes después, Alyana apareció con el estoque desenfundado seguida de sus dos camaradas. Los tres llevaban antorchas y brea en recipientes de barro. Estrellaron las pequeñas vasijas contra el abad que devoraba con ansia las partes blandas de una nueva víctima. Su cuerpo enjuto, alargado y delgado, se cubrió de brea grasienta. Lanzaron las antorchas y al momento Varedo se vio envuelto por las llamas. En lugar de caer agonizante, se encaminó hacia los tres mercenarios con sus pasos carentes de humanidad. La piel se le hacía jirones, algunos músculos comenzaban a desprendérsele dejando a la vista el hueso y las vísceras. Vodrik lo atacó por un costado, pero la espada corta se le quedó atascada entre las costillas en llamas. Varedo lo agarró por el brazo haciendo que el mercenario chillara. Gasterac lanzó un estilete de manera magistral, dejándolo clavado en el cuello del abad. Soltó al hombretón de La Marca Helada y se dirigió al loumense, pero no pudo dar muchos pasos más. Desde una guardia baja, Alyana le lanzó un tajo limpio en ascendente desde la ingle hasta el hombro derecho, consiguiendo así que se le desprendiera medio lateral derecho del resto del cuerpo. El cadáver seguía en pie y en llamas. Se giró enfocando toda su atención en la mercenaria. Un zarpazo veloz salió disparado hacia su vieja coraza. Ella le dio un fortísima patada. El santo abad quedó tumbado pataleando como un insecto boca arriba. Antes de que se pudiera levantar, le cercenó la cabeza, y luego, separó el torso del resto del cuerpo. No le costó, pues apenas quedaba ya nada que cortar.
Todo había sucedido tan rápido que, al igual que sus compañeros, Alyana no había tenido tiempo de reparar en las quemaduras infligidas por el abad. La alcaldesa de Peña Baja acudió con el alguacil a la plaza cuando ya habían cesado los gritos y jadeos. Se toparon de cara con la horripilante escena de los cadáveres, y el terrible espectáculo de los pedazos seccionados y quemados del santo abad Varedo. Varios aldeanos aparecieron para cerciorarse -tocándose el pecho y rezando- de que el maligno había escapado del cuerpo ahora no tan incorrupto del abad. A Vodrik se lo llevaron en seguida para atenderlo en una enfermería improvisada en el cabildo. Gasterac y Alyana explicaron omitiendo algunos detalles, y dejándose a sí mismos en buena posición, y casi heroica podría decirse, cómo habían librado a Peña Baja de aquel peligro sobrenatural. Y en gran parte, no les faltaba razón.
Ya en el templo de nuevo, Alyana, Gasterac, y Vodrik con el brazo derecho en cabestrillo, comenzaban a recoger. Mientras, en la cripta varias personas limpiaban los restos de las desgraciadas sacerdotisas y hacían sitio para las cenizas del santo abad Varedo.
-Sigo pensando que ayer Bornak no deseaba llevarse el alma del abad -susurró Vodrik con un gesto de dolor contenido.
-Yo digo que vayamos al municipio de Renvarg, hablemos con su relatora. Quizá podamos alargar lo sucedido un tiempo más, tal vez nos encomiende algún trabajo bien pagado después de lo de ayer.
Alyana torció el gesto.
-Lo de ayer a nosotros no nos incumbía, este trabajo no nos incumbía, toda esta mierda de la magia y los demonios no nos incumbe -Vodrik la miró con gravedad y Gasterac visiblemente intrigado-, dicho esto, ya que nos ha salpicado, podemos ir a Renvarg, alargar el cuento y sacar algo de provecho.
Y como en todo buen cuento de aventuras, los tres, algo más doloridos y chamuscados que cuando comenzaron el trabajo, se dirigieron al amanecer rumbo a Renvarg.
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