El caso del María Celeste
- Francisco Lezcano
- 10 feb 2019
- 7 Min. de lectura

La nave, con aspecto de traslúcida rosa del desierto, emitía una tenue fluorescencia malva. Su contorno se recortaba con nitidez sobre el negro terciopelo del espacio. Redujo su velocidad lumínica hasta detenerse en órbita lunar.
En el compacto núcleo de la grácil flor, Akimiro y Akiro agitaron satisfechos su aterciopelado cuernecillo frontal de bella tonalidad azul.
― ¡Todo ha salido redondo! ― exclamó Akiro excitadísimo.
― Cierto ― confirmó Akimiro sin perder su innata flema y sin parar de observar las señales de los sistemas de controles automáticos ―Estamos muy cerca del planeta elegido. Bien llegados, pero la vigilancia autónoma acusa
una fuerte tempestad en las coordenadas del contacto, por tanto, esperaremos las indicaciones de la Mente Central Ciborg. Ya decidirán los de Arriba si activamos la fase primera de la Misión. Mientras el Captador Analista Orgánico fijará los sistemas generales en duermevela, así podremos descansar, que buena falta nos hace. Liberémonos de esta maraña de cinturones de seguridad y cables conectores que nos oprimen. Sobre todo, vamos a limpiarnos, porque al no poder movernos, al menos yo, me lo he tenido que hacer todo encima. ¡Qué asco!... Ya veo que tú has tenido más aguante. ¡Eh hop! ahórrate las bromas.
― Bien. Pero dime, Akimiro, sigo sin saber la razón de este, podría decir ¿proyecto de sigiloso secuestro?
― A su debido tiempo nos lo dirán. Lo importante es la Misión en sí. Cumplamos nuestro programa y roguemos por un buen regreso. Y ahora, por favor, déjame tranquilo que apesto.
― Eso, Akimiro, roguemos por un buen regreso. ― dijo Akiro en un tono que reflejaba su escasa seguridad.
― No empieces con tu pesimismo de plomo. ¡Claro que volveremos a casa! ― Afirmó con énfasis Akimiro, aunque sin dejar de echar una mirada de reojo a la pantalla de catastrofismos e imponderables.
― De acuerdo. ― afirmó Akimo―Disculpa, tienes razón ha llegado el momento de dormir.
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A más de cuatrocientos mil kilómetros de la nave-flor, el capitán del velero María Celeste aconsejaba a su esposa que se fuera a dormir. Ella aceptó, pues habiendo amainado el temporal, estaba más dispuesta y menos amedrentada.
― Bueno, me voy junto a nuestra hija, a quien ni la tormenta le ha quitado el sueño. Su facilidad para dormir a veces me inquieta. Está dormidísima desde hace por lo menos una hora. Sale tan marinera como su padre... Y tú, padre, por favor, suelta la pipa y vente a nuestro lado. Andas tan fatigado como el que más.
El capitán asintió con un leve gesto de cabeza. Ella le dirigió un mohín de afecto y se alejó con el andar suyo tan femenino, conservado pese a sus años y a la rudeza de la vida marinera. El capitán gozoso la siguió con la mirada, soltó una bocanada de humo y decidido a encaminarse al camarote, depositó la pipa a su lado, sobre una mesita de riga. Ya con la mano en el pomo de la puerta, se detuvo rememorando la tensión que acababan de vivir. Las 282 toneladas de la Brick-Goleta habían resistido viento y oleaje. El cargamento de alcohol estaba intacto. La única pérdida, la yola de salvamento arrojada al mar por un bandazo, ya no tenía importancia. Todos se encontraban en buen estado físico y moral. La niña no había pasado miedo, porque su papá era el que mandaba.
― Amigo Brigss, eres un marino con mucha suerte ― se dijo feliz.
Para no despertar a su esposa y a la pequeña, se deslizó bajo las sabanas con mucho tiento. Cruzó los brazos sobre el vientre, cerró los ojos y al poco el gemir de la arboladura le durmió. Sueños maravillosos llenaron su noche. Se veía Gran Gobernante de un María Celeste de mayor envergadura, pionero de fabulosas rutas comerciales, calado en edénicas aguas de reflejos dorados.
Al amanecer abrió los ojos y se incorporó para contemplar a su esposa dormida, bellísima con sus cabellos sueltos e iluminada por la luz de tonos naranja, que entraba por el ojo de buey.
Al fondo de la estancia la niña en reposo profundo, bajo la misma luz que su madre, semejaba a uno de esos etéreos personajes de cuentos infantiles.
Brigs se apartó despacio del lecho y son sigilo abandonó el lugar para dirigirse a cubierta.
El día estaba en calma, sin bruma. La mar cubierta con poemas de seda y espejo que la María Celeste surcaba en brazos de una cariñosa brisa del Este.
Brigs efectuó su habitual ronda para asegurarse que cada cual ocupaba su puesto. Les dictó las orientaciones jornaleras y para cada uno tuvo la frase, la broma, el comentario justo. Sabía hacerse querer. Brigs se sentía como cada día orgulloso de su tripulación, buena gente, un cocinero y cuatro hombres de mar; uno de ellos aún bisoño.
Cuando aspiraba a pleno pulmón el aire marino, ríos de felicidad corrían por sus venas. En efecto, podía considerarse un hombre bienaventurado, pensó mientras andaba.
Más tarde, apenas llevaba quince minutos escribiendo en el libro de bitácora y en su diario personal, cuando impetuosos golpes sobre la puerta le sobresaltaron.
― ¡Capitán! ¡Capitán! ― clamaba la voz del grumete.
― ¡Me cago en las ballenas! ― maldijo de mal talante por la brusca interrupción. ― ¿Diga?
― ¡Fuego! ― alertó desaforado el grumete.
― ¿Cómo? ― El capitán se precipitó al exterior en tromba― ¡Transportamos 1,700 vasijas llenas de alcohol, valoradas en 35.943 dólares! ― gritó al asustado grumete mientras lo zarandeaba y casi se lo llevaba a rastras.
Las llamas flotan en el mar o salen de él. No sé mi capitán, es una cosa muy rara.
― ¡Maldito susto me has dado! ―Brigs resopló aliviado, largó a su inocente chivo expiatorio y alcanzó la cubierta dando voces.
― ¡Eeeehooo, allá arriba! ¡Desata tu lengua pedazo de gaviota atontada!
― ¡A proa, capitán! ― señaló nerviosamente el joven con voz trémula. ― ¡Es como un sol! ¡Viene hacia nosotros!
Todos, incluso la esposa del capitán y la niña, contemplaban hechizados y temerosos la bellísima etérea rosa, dos veces más grande que el María Celeste, suspendida a pocos metros sobre el mar.
― ¡Marinos, al velamen! ¡Nos hemos quedado al pairo! ¡A ver como manejáis los trapos! ¡Ojo con la botavara! ¡Mierda, cuidado con la cuerda del foque pequeño!¡Alejémonos, no se trate de un fenómeno peligroso!
La niña y la madre, cogidas de la mano, se acercaron a Brigs.
―! ¡Papá! ¡Papá! ¿Qué es esa cosa, dime papá?
―Nada malo ― respondió Brigs consciente de la ambigüedad de su afirmación. ― Un gran Fuego de San Telmo. Y, a lo más, gases de alguna erupción submarina.
Desde el centro de gravedad de la rosa espacial, cayeron al agua dos cilindros amarillos que se dirigieron hacia la goleta.
― ¡Qué vienen! ―Rompió a gritar desaforadamente el vigía, agitando los brazos como si pretendiera huir volando.
Los cilindros antes de alcanzar la proa se bifurcaron a babor y a estribor, adhiriéndose enseguida en la línea de flotación como un par de rémoras.
― Mi capitán, la goleta se ha quedado como anclada, pese al viento de popa ― señaló el timonel, esforzándose por no traslucir sus negros y catastróficos temores.
― ¡Qué le ayuden a mover la barra, banda de pingüinos!
― ¡Aup! ¡Aup! ― tres hombres aportaron su esfuerzo sin resultado. Ante la inquietante dificultad, nadie decía nada, pero cada cual pensaba que la cosa flotante era responsable del atasco.
Súbitamente, del objeto espacial y directo hacia la goleta, un rayo de luz azulina partió con un restallido dejándola envuelta en un halo de cárdena fluorescencia. Los miembros del María Celeste, tal que los personajes de la bella durmiente, quedaron paralizados en su último gesto.
Entonces, Akimiro saltó al agua, durante unos metros agitó con torpeza sus tentáculos sin conseguir recobrar el control de sí mismo. Giró los glóbulos oculares para tranquilizarse con la presencia de la nave, al verla se sintió mejor y rompió a nadar con serenidad, aunque preocupado.
― Bien, me ha tocado establecer el contacto directo. Espero que todo salga bien.
En cuanto alcanzó el casco de la María Celeste, se afianzó a la borda con sus palpos, del lado de estribor y cerca de la proa; tranquilo pues mientras la luminiscencia estuviera presente nadie podría agredirle. Por este convencimiento, casi se desmaya del susto, cuando un cuchillo de ancha lámina llegó silbando y se plantó en cubierta, justo a un lado de su palpo izquierdo, causándole una leve herida. Envió su percepción extrasensorial a la nave, temiendo una señal de alarma, pero no. Entonces volteó un ojo hacia arriba, buscando al autor de la presunta agresión. Al grumete, en las jarcias, inmóvil como el resto de la tripulación, se le había deslizado el útil de las manos. Visto el origen, Akimiro se encaramó sin recelo a la cubierta para examinar, siguiendo cánones pre establecidos, el estado físico y psíquico de cada espécimen humano,
Entre tanto, el inmenso objeto del espacio, envolvía, abrigaba, engullía, con sus rosados seudópodos de energía a la Brick- Goleta. Akimiro mentalmente tranquilizaba a todos explicando quienes eran, de donde venían y cuál era su objetivo, estrictamente pacífico.
La rosa terminó de arropar a la María Celeste. Los astronautas recogieron a la tripulación de la goleta y los acomodaron en cilindros de letárgia. La nave se fue elevando hacia la luna y una vez al otro lado, sus sistemas propulsores al máximo, la enviaron al fondo de la Vía Láctea. La velocidad de la luz quedó muy atrás. A Einstein le hubiese gustado verlo.
A los veinte días de navegación, el cuatro de diciembre de 1872, el capitán del Dei Gracia, señor Morehouse, distinguió a lo lejos la Brick-Goleta de su amigo Brigs que iba al garete, con las velas en jirones y la barra sin timonel. Se decidió por el abordaje a pesar de la reticencia de su marinería supersticiosa.
Morehouse anotó concienzudamente todo: La tripulación esfumada. Los objetos en sorprendente orden. La mesa presta para el almuerzo. Bocadillos sin empezar. Sólo faltaba la yola de salvamento. Un cuchillo fuertemente hincado en cubierta y dos extrañas muescas sobre la línea de flotación fueron las únicas señales de violencia.
Morehouse se llevó a New York una nueva historia de barco fantasma. Morehouse murió hace muchísimo tiempo. El inexplicado caso del María Celeste, va hundiéndose en la profundidad insondable del olvidado archivo.
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