El último hombre sobre la Tierra camina mirando al suelo en un recorrido que se sabe de memoria. Acaba de salir del invernadero, el único lugar donde aún puede conseguir algo de comida y agua limpia. Siempre lleva un rifle encima. Hace un tiempo le servía de protección y para cazar. Ahora la caza escasea mucho, y la protección no te la ofrece un viejo rifle. Probablemente el rifle ni funcione con tanto polvo y ceniza. El último hombre sobre la Tierra, por costumbre, comprueba que el invernadero esté bien cerrado, igual que la verja que lo rodea, igual que el muro que lo rodea, igual que la barricada que lo rodea. Lo hace todo con la cabeza baja, no quiere alzar la vista, no puede verlo, duele demasiado. Además conoce bien ese desolador paisaje: Edificios en ruinas cayendo a pedazos, parques de niños consumidos por el fuego, cielo permanentemente encapotado, rayos partiendo en dos el horizonte. Está cansado, camina con los ojos entrecerrados mientras el polvo y la ceniza se amontonan sobre su máscara, su capucha y sus cansados hombros. El último hombre sobre la Tierra no sabe cuánto tiempo lleva solo en todo el planeta. Solo sabe que el color gris de su larga barba y melena no era debido únicamente a la incesante lluvia de ceniza. Lluvia que aquel día era especialmente densa. Tanto que por un momento casi no ve las huellas. ¡Huellas! Hay huellas recientes sobre la ceniza. El último hombre sobre la Tierra necesita unos segundos para entender qué está mirando. Las pisadas empiezan ya a desvanecerse cuando el hombre echa a correr siguiendo su recorrido. Casi pierde el rastro en un par de ocasiones, pero al final lo sigue hasta un viejo edificio de tres plantas. Abre la puerta con un golpe de hombro y ahí están. Las huellas suben las escaleras hasta la primera planta y entran en uno de los apartamentos. La puerta está entornada. Con una mezcla de miedo y ansiedad el hombre empuja la puerta. Sigue las pisadas hasta un dormitorio, le resulta familiar, pero está demasiado excitado para darse cuenta. El rastro desaparece dentro de un armario. El hombre alza una mano temblorosa hacia el picaporte. Lo gira, chirría bajo su mano, parece que ofrece resistencia. Da un fuerte tirón y se abre de golpe con un crujido horrible. Los ojos del hombre se abren como platos. Justo enfrente un hombre le devuelve la mirada. Mantienen la respiración y la postura, no se mueven, no se atreven. El último hombre sobre la Tierra da un paso atrás, y el hombre lo imita. El último hombre sobre la Tierra saluda con la mano, y el hombre lo imita. El último hombre sobre la Tierra cae de rodillas, llorando se apoya contra su propio reflejo, sabe que empieza a volverse loco, pero no es capaz de deshacerse de aquel maldito espejo.
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