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María José Romero

La niña que descubrió el peso de su capa.

Adaptación del cuento popular de Caperucita Roja


Había una vez en un lugar muy, muy, muy lejano una niña con cabellos rubios como el Sol. A su madre le encantaba peinar y trenzar su pelo. Y mientras peinaba le cantaba bonitas canciones y nanas, le contaba viejas historias con un principio remoto y un final siempre inusual o abierto, para que ella siguiera el hilo de aquellos cuentos y conectara con su propia voz interior. El tiempo se paraba cuando su madre peinaba y trenzada su pelo. Y mientras sus manos amorosas acariciaban y daban forma a su cabello, su madre le contaba que cada enredo desatado era un miedo superado. Que al peinar se aligeraba el alma y la densidad de los pensamientos caían al suelo junto con los pelos que se desprendían con el cepillado. Ana, que así era como se llamaba, cada día comenzaba luciendo una gran sonrisa y dos bonitas trenzas adornadas con rojas cintas.


Era una niña feliz como cualquier otra. Cada día era para ella una aventura, la posibilidad de aprender algo nuevo. Siempre buscando la diversión y el juego en todo lo que pensaba o hacía.


Una mañana, su madre le entregó un regalo. Había estado cosiendo durante varias noches, mientras Ana dormía. Cuando abrió su regalo, no podía creerlo. Era una bonita capa roja. Deseando de lucirla, intentó ponérsela movida entre una sensación de ilusión y nerviosismo.


─ Querida hija, el mundo es sorprendentemente mágico. Cada día te ofrece la oportunidad de descubrir algo completamente diferente. Pero también, en su polo opuesto, nos puede sobresaltar la maldad; la cual puede hacer acto de presencia en cualquier esquina o cruce de caminos. Aprender a discernir entre ambos polos no es sencillo. Es preciso cultivar la cautela. Esta capa te dará ese poder que te ayudará a descubrir aquello impregnado por la oscuridad. Te permitirá alejarte de cualquier situación que te genere dolor o sufrimiento, protegiéndote de cualquier mal.


Ana no comprendió del todo las palabras de su madre. Ella sólo tenía ojos para su capa. Le encantaba ponérsela y jugar con ella. Y pronto los habitantes de aquel pequeño pueblo comenzaron a llamarla Caperucita Roja.


Ana cada día lucía sus bonitas trenzas, pero también su capa. Y con el paso del tiempo, casi sin darse cuenta, la capa fue haciendo su trabajo. La fue alejando no sólo del dolor, sino también de ella misma. Ya no se mostraba tan extrovertida; en algunas ocasiones, incluso algo tímida. Fue creciendo un sentimiento de recelo y desconfianza, que iba y venía según el día. Quizás los temores y miedos caían al suelo cada mañana con el cepillado de su cabello, pero la capa le recordaba que el mundo era incierto y que ella debía de protegerse de todo aquello.


Su abuela que vivía en las profundidades del bosque decidió quedarse un tiempo lejos del contacto de aquel pequeño pueblo. Hecho que propició que caperucita, cada semana, se trasladase hacia la espesura de aquel bosque, para así llevarle a su abuela algunas provisiones. Su abuela era una mujer muy sabia y poderosa, muy conectada a la Fuente y a las energías de la naturaleza. Capaz de proveerse con todo lo que el bosque generosamente le ofrecía. Sin embargo, animó a su nieta a que fuera a visitarla cada semana mientras se mantuviera retirada al calor de aquella pequeña casa.


Cada semana, Caperucita preparaba la cesta que le llevaría a su abuela. Se colocaba su capa y antes de salir su madre siempre le decía que tuviera cuidado, que no se detuviera ni entretuviera con nada, que siguiera siempre el camino, porque perderse en el bosque entrañaba peligro. Y así lo hacía Caperucita, aunque resultaba difícil no distraerse al llegar la primavera. La luz del Sol le devolvía la vida a aquel bosque, donde las flores crecían por doquier y las mariposas revoloteaban a su alrededor. Al llegar dicha estación, Caperucita se sentía igual que aquellas flores que lucen sus bellos colores al sol. Siendo muy difícil ver las sombras entre tanta luz. Y con ese brillo especial comenzó a caminar en dirección a casa de su abuela, que ya llevaba varias semanas retirada.


Disfrutaba del cálido abrazo del sol y del aire que en ocasiones, hacía ondear su capa como si quisiera jugar con ella. Y entre saltos y risas iba avanzando por el camino seguro, hacia casa de su abuela. Y aunque tenía presente las palabras de su madre, algo en su interior la impulsaba a descubrir qué había fuera de ese camino. Era muy difícil no perseguir al saltamontes que se cruzaba ante ella o contar las piedras de colores que se veían a la orilla de camino. En ocasiones, sentía el impulso de aventurarse entre los árboles de aquel espeso bosque. “Tan terrible no podría ser lo que tanta vida alberga”, se decía. Pero igual de rápido que nacía ese impulso, también resonaban con fuerza las palabras de advertencia de su madre, haciéndola volver a transitar el camino conocido.


Cuando ya llevaba largo rato caminando, apareció un majestuoso lobo. Aunque Caperucita se asustó al verlo y se tapó con su capa como si quisiera desaparecer, éste no mostró intención de atacarla. Simplemente, quería conocerla. Se acercó suave, cuidadoso en sus movimientos. Respetando el espacio de ella.


─ ¿Quién eres?─le preguntó.

─ Me llamo Ana, pero todos aquí me dicen Caperucita Roja. Por esta bonita capa roja que mi madre me tejió hace ya algunos meses ─respondió Caperucita Roja aún abrumada por aquel inesperado encuentro.

─ Me gusta tu capa roja, pero ¿qué haces aquí? ─preguntó el lobo.

─ Voy a casa de mi abuela. Vive al final de este camino, en el mismo centro del bosque. Ha decidido pasar un tiempo lejos del pueblo y yo le llevo algunas provisiones y víveres.

─ Cada semana te veo hacer el mismo camino, observo cómo de ti nace el deseo de entrar en la espesura del bosque. Pero en ese mismo instante desaparece, llevándote de nuevo a seguir caminando por el mismo camino de siempre. ¿Te gustaría descubrir lo que aún no te has permitido ver? ─le preguntó el lobo entusiasmado por la idea de recorrer el bosque junto a Caperucita Roja.

─ Lo siento, Lobo. Yo tengo que seguir por mi camino. Fuera de él nada es seguro.

─ Es normal que tengas miedo, a veces esa sensación florece en nuestro interior. Hasta yo también tengo miedo, sobre todo del hombre. Pero no tienes nada por lo que temer. Yo conozco a tu abuela y puedo acompañarte hasta la puerta de su casa. Además creo que te va a venir muy bien descubrir otra cara del bosque. La más auténtica y salvaje. Esa capa tuya, aunque es muy bonita, ya va pesando ¿No crees?


Ella se quedó pensativa mirándolo con cara de incredulidad. Nunca había pensado en relación a ello. ¿Su capa pesaba? No se había dado cuenta, pero ahora que el lobo lo decía, puede ser que algo sí que pesara.


─ Bueno Lobo, entonces ¿tú qué sugieres?

─ Ven, quiero enseñarte algo. Me gustaría mostrarte la grandeza de la naturaleza que te está rodeando. Quiero que veas lo cual hermoso es todo desde mi mirada y quiero que descubras tu propia visión a través de la mía. ¿Te atreves a dar ese paso? ─preguntó el lobo.

Caperucita permaneció en silencio, se acercó a Lobo y pudo llegar a sentir el hilo de su respiración. Se mostraba calmado y tranquilo ante su presencia, sentado sobre sus patas traseras como si de un perro grande se tratase. Pudo observar la profundidad de su mirada y no encontró atisbo de maldad en él. Así que, guidad más por un instinto que por una certeza, decidió aventurarse con aquel lobo; con la intención de descubrir lo que en tantas ocasiones no se había atrevido a hacer.


─ Está bien, Lobo. Pero tienes que prometerme que regresaré a casa de mi abuela a tiempo. Antes de que el Sol caiga y las estrella se dejen ver en el firmamento. Que no voy a perderme ─dijo con voz segura Caperucita.

─ Prometido ─dijo el lobo.


Y para sellar su promesa le ofreció su pata, para que Caperucita se la estrechara. Y así, mano y pata, pata y mano se comprometieron a cuidar el uno del otro.


El lobo se dio la vuelta y de un gran salto salió del camino y con un gesto, invitó a Caperucita a hacer lo mismo. El lobo corría y Caperucita le seguía. Mientras corrían, reían, cantaban… disfrutando de ese momento, salvaje y mágico. El lobo le enseñó cada rincón de aquel bosque. Rincones llenos de vida que reflejaban en Caperucita su propia vitalidad.


Llegaron hasta un lago, la temperatura había subido y la capa le estaba suponiendo un gran peso. Necesitaba soltar y sentirse más ligera y libre. Hacía mucho calor y ella también había generado mucho calor después de tanto correr. E incluso la cesta también le pasaba. Hicieron un alto en el camino y ella se sintió aliviada. Se sentó en lo alto de una roca e intentó recuperar el aliento. El lobo no parecía sentirse cansado.


─ ¿Qué te ocurre?, Caperucita ─preguntó el lobo.

─ Necesito descansar, la capa y la cesta me pesan demasiado. Hasta los zapatos me están molestando.

─ ¿No crees qué es el momento de soltarla?


Caperucita miró aquellos ojos tan oscuros y tras una pausa asintió. Realmente sentía que era el momento. Con un ligero gesto se quitó la capa y soltó su cesta. Pero aún así seguía sintiéndose pesada. Se desprendió de sus zapatos y de parte de su ropa. Y permitió que los rayos del sol le acariciaran suavemente. Su cuerpo emitió un suspiro de alivio y descalza se acercó a la orilla de lago. El agua cristalina reflejaba su rostro sonriente y junto a ella, el lobo también se miraba curioso. El fondo mostraba piedras de colores y peces que iban y venían. El sol y el agua les estaban invitando a bañarse y antes de que iniciara el gesto de entrar en ella, de un gran salto Lobo se zambulló en aquellas aguas cristalinas. Haciendo que miles de gotas fueran a caer sobre su cuerpo acalorado. Dio un gran salto hacia atrás sorprendida y rompió a correr en dirección al agua, disfrutando del momento.


Los juegos en el agua y las risas hicieron que el tiempo se detuviera. Caperucita había descubierto todo un mundo fuera de aquel camino. Estaba disfrutando de la belleza que se oculta lejos de lo conocido, acompañada por un lobo y por su propio instinto.


Cuando se cansaron de jugar y de nadar, salieron del agua y Caperucita se secó con su capa. Se sentía ligera, feliz, viva, radiante… por toda la experiencia vivida. Poco a poco volvió a vestirse y recogió su cesta. Le colocó su capa al lobo, para que éste con su ligero caminar la secara.


El lobo divertido recorrió gran parte del camino con la capa de Caperucita puesta. Habían vivido una gran aventura ese día y sellado una amistad para siempre. Descubrió que más allá del camino había infinidad de animales y seres que vivían en armonía. Descubrió que cuando uno se entrega plenamente a la Naturaleza, siempre recibe de ella mucho más de lo que se da. Lobo le enseñó a escuchar los susurros del viento, a sentir su pisada sobre la Madre Tierra, a reflejarse en el agua cristalina y en la mirada del otro, a beber sólo del agua viva que brota de las montañas más altas. Le enseñó también que no todas las bayas son comestibles y no todas las setas son saludables. Le enseñó muchas plantas medicinas y raíces sanadoras. Un camino diferente, un camino muy nutrido que también la llevó a su destino.


A pocos metros de la casa de su abuela, volvió a colocarse su capa. Era el momento de despedirse. Echaría de menos la compañía de Lobo. Su seguridad, confianza y valentía. Echaría de menos su guía.


─ ¿Volveré a verte? ─preguntó Caperucita.

─ Siempre estaré contigo, Caperucita. Siempre estaré contigo niña salvaje. Sólo tienes que venir a buscarme, sólo tienes que venir con ganas de desprenderte de todo cuanto te pese. Saludaré a tu abuela antes de irme, ella me ha guiado hasta ti hoy; para que te enseñara un mundo diferente.


Caperucita llamó a la casa de su abuela y cuando ésta abrió la puerta, sonrió satisfecha al comprobar que algo había cambiado en su nieta. Miró complaciente hacia el lobo, mostrándole su respeto y agradecimiento; tras lo cual, de un salto se alejó bosque adentro.

Caperucita entró en la casa narrándole a su abuela todo lo que ese día había vivido. Su abuela se acercó a ella y con amor y delicadeza, le quitó su capa.


─ Querida Ana, ¿crees que necesitas esta capa para protegerte del mundo que te rodea?


Caperucita miró a su abuela y sonriente le dijo:

─ No abuela, ya no la necesito.


Y su abuela la abrazó con un corazón lleno de dicha al comprobar que su nieta por fin era y seguiría siendo libre.


FIN

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