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Los universos diegéticos en la Ciencia Ficción


Los mundos cerrados y ficticios en los que se desenvuelven las historias que vemos en el cine, o leemos en la literatura y en el cómic, reciben el nombre de universos diegéticos (por ejemplo, el Mediterráneo fantástico de la Odisea, la deshumanizada ciudad de Los Ángeles en Blade Runner, La Mancha en Don Quijote, o la lejana galaxia de Star Wars). Según Antonio Sánchez Escalonilla, profesor de Guion Audiovisual, las dimensiones de estos universos no responden únicamente a coordenadas espacio-temporales, sino que también tienen una gran importancia en su construcción las leyes del género narrativo al que pertenezca la historia, el tipo de narrador, el ritmo del relato, el protagonista y los demás personajes que intervienen en la trama.

La geografía de estos universos diegéticos suele estar conformada por un centro neurálgico (normalmente reflejo de la vida cotidiana, la civilización o el territorio conocido) y un espacio de frontera (el mundo salvaje y desconocido) donde se desarrolla la peripecia de los protagonistas y que podríamos definir, utilizando una expresión del mitólogo Joseph Campbell, como mundo extraordinario o mundo de la aventura.

Aprovechando ejemplos anteriores, el centro neurálgico de Don Quijote sería el “lugar” del que se ha olvidado Cervantes, es decir, la hacienda del ingenioso hidalgo, mientras que el mundo extraordinario estaría conformado por el territorio de La Mancha (con los molinos que ve Sancho Panza y los gigantes que imagina Don Quijote). En Alien, el octavo pasajero, el centro conocido y civilizado sería la Tierra, a la que quieren regresar los tripulantes de la nave Nostromo, y el espacio exterior en el que se encuentran al primer xenomorfo sería el mundo de la aventura.

La pregunta que cabe hacerse a continuación es si estos universos ficticios tienen algún paralelismo con los conocimientos geográficos reales de las culturas en las que surgen tales narraciones. Cada sociedad tiene un centro o punto de partida, la región conocida o domesticada previamente, y un mundo ignorado, habitado por el caos, un territorio más allá de la frontera que se llena con las ideas preconcebidas que conforman tales culturas. Por ejemplo, la Odisea pobló el Mediterráneo real con seres mitológicos al tiempo que los griegos iniciaban el descubrimiento de ese mar. La fantasía sirvió para humanizar un espacio inexplorado poco antes de que los griegos comenzaban su colonización. De esta forma, llenaron literariamente el vacío que había más allá de la frontera con lo que conocían, lo hicieron con fragmentos de “su” cultura, completando así lo desconocido antes de conquistarlo.

Algo similar nos podemos encontrar en la Edad Media. En este periodo fascinante en el que tuvo lugar el nacimiento de Europa, la región de lo desconocido, el espacio salvaje que los hombres y las mujeres medievales se sintieron capaces de colonizar, fue el bosque. Precisamente en ese momento, el territorio mítico, donde se suceden las aventuras de los héroes medievales, por ejemplo los caballeros del rey Arturo, es el bosque, un laberinto selvático, caótico y misterioso. Como consecuencia de ello se produce también una conquista y colonización narrativa de esa región, previa o paralela a la conquista física.

Tras la domesticación del bosque medieval, el binomio centro-frontera no desapareció, y su reflejo literario tampoco. La expansión geográfica experimentada en los últimos siglos por todo el planeta ha llenado la literatura de mundos extraordinarios que se han extendido “por los siete mares”. Un proceso que culminó en el siglo XIX, cuando empezamos a completar nuestro conocimiento del globo terráqueo. En ese momento surgieron las novelas de Julio Verne –Cinco semanas en globo o La vuelta al mundo en 80 días, entre otros relatos-, de Emilio Salgari o de R. L. Stevenson. Eran historias que trasladaban la aventura a África, a los Mares del Sur, a los últimos espacios salvajes de la Tierra. Eran los últimos territorios de frontera, donde todavía había lugar para la imaginación y para las pruebas que debía sufrir el héroe, más allá del mundo ordinario.

Pero, ¿qué sucedió cuando se completaron nuestros conocimientos geográficos sobre el planeta? En el momento de colmatación de los espacios desconocidos surgieron geografías no físicas, profundamente literarias, mundos paralelos que no se podían equiparar con ninguna región concreta. Cuando todos los rincones de la Tierra se convirtieron en “reales”, aparecieron espacios de ficción pura que sirvieron de escenario a las regiones extraordinarias. Brotaron así Nunca Jamás en Peter Pan, el País de las Maravillas o el Otro Lado del Espejo en las aventuras de Alicia, la Tierra Media en El señor de los Anillos, Narnia, el Reino Sin Fronteras de Fantasía o los más recientes Siete Reinos de Juego de Tronos.

Pero es también en este momento cuando apareció una nueva frontera, una nueva región desconocida para el ser humano y para sus creaciones literarias: el Espacio Exterior. Ya sea por los avances tecnológicos o por inclinaciones culturales, desde finales del siglo XIX el ser humano comenzó a observar al cielo con una mirada distinta, una mirada colonizadora, de frontera, y eso tuvo su reflejo en las narrativas del mundo industrial.

Una vez descubierto y colonizado todo el planeta, el Espacio Exterior se convirtió en nuestra frontera, una región infinita que solo hemos acariciado y en la que volcamos nuestros miedos y esperanzas, nuestros mitos y conflictos, como hicieron los griegos con el Mediterráneo. Por ejemplo, en La Guerra de los Mundos de Byron Haskyn los marcianos eran una metáfora del peligro comunista durante la Guerra Fría, mientras que en la película de Steven Spielberg, el cineasta californiano trató de exorcizar el terror de 11S. También hemos transformado la vida extraterrestre en un reflejo de los monstruos que atemorizan nuestro inconsciente, como el dragón-fálico de Alien; o les hemos dotado de virtudes humanas como el sentimental E.T. Por su parte, Star Trek sería una proyección en el futuro y en el Espacio Exterior de nuestro presente, un universo histórico; mientras que Star Wars es un universo mítico y ficcional, como Nunca Jamás o la Tierra Media, por eso no necesita respetar las leyes de la física, porque es profundamente narrativo. Pero tanto uno como otro ejemplo sirven de nuevo para “humanizar” lo desconocido en el inicio de la colonización, volcando en esa nueva frontera, en ese nuevo Mediterráneo, fragmentos de nuestra cultura, cuando estamos empezando a interesarnos por esa región ignota.

En realidad, la única historia que ha tratado de reflejar la verdad, nuestra ignorancia casi absoluta del Espacio Exterior, y la dificultad o imposibilidad de hallar espejos de nosotros mismos, ha sido Solaris de Stanislav Lem. El mérito de esta novela se encuentra en no tratar de volcar nuestras formas culturales en ese territorio desconocido, sino que se dedica a jugar con la idea de que el caos es imposible de conocer, y que además es recíproco, tampoco nos puede conocer a nosotros. En este sentido, Solaris es una excepción a la norma general.

En definitiva, los universos diegéticos evolucionan al compás de la exploración y los descubrimientos geográficos del ser humano. De esta forma se crea un proceso de centro-frontera que condiciona los mundos extraordinarios en las obras de ficción. El acto simbólico de colocar la bandera al inicio de la colonización de un territorio, ya sea Cristóbal Colón en la isla de Guanahani o Neil Armstrong y Buzz Aldrin en la Luna, se corresponde con la construcción narrativa de esa expansión, al menos hasta que se han colmatado todos los rincones del planeta y la fabulosa imaginación de muchos autores ha dado lugar a universos ficticios. Pero la incesante búsqueda del ser humano ha propiciado la exploración de un nuevo territorio, el Espacio Exterior, y una vez más estamos volcando en él nuestros mitos, miedos, conflictos y ambiciones. Lo hacemos con la esperanza de encontrar reflejos de nosotros mismos, aunque en este momento resulta imposible saber si eso llegará a ocurrir.


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