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El Bugatti rojo


Era de madrugada. Al día siguiente no tenía que trabajar así que no me importó despertarme en mitad de la noche. Me levanté y después de pasar por el baño, me dirigí a la cocina para beber agua. Las ventanas estaban empañadas y la estancia helada. El vaho surgió de mi boca, esparciéndose invisible por el aire y deseándome regresar al calor de la cama. A punto de dirigirme de nuevo al dormitorio, dos luces restallaron de repente en el exterior.

¡No podía ser! ¡Otra vez no! Di un par de zancadas y abrí la ventana corrediza con fuerza, tanta que, al golpearse contra el tope, el cristal crujió y se agrietó. ¡Ahí estaba, envuelto entre la niebla, solitario y taciturno, detenido junto a la acera de enfrente con los faros encendidos! ¡Un precioso Bugatti rojo Type 57 de 1934! ¡Y no era la primera vez que lo veía!

Cansado de sufrir está persecución absurda y con la necesidad urgente de ponerle fin, me puse los vaqueros y los deportivos, cogí las llaves del piso y me dirigí hacia la calle.

— ¿Cuántas veces iban con esta? — pensé mientras descendía las escaleras del portal. Todo comenzó quince días atrás. Me encontraba de camino a casa. Era tarde, hacía frío y me hallaba envuelto en mis pensamientos cuando, de repente, un vehículo salió de la nada y se perdió al doblar una esquina. Se trataba de un preciso coche rojo de corte clásico. De seguido, escuché un fuerte frenazo y un golpe seco. Por supuesto, salí corriendo al pensar que el conductor habría sufrido un accidente, pero, para mi extrañeza, la calle estaba vacía.

El suceso me sorprendió mucho. Sin embargo, no pasó de ser una anécdota, la típica que cuentas al día siguiente en el trabajo o que comentas con un familiar.

Dos días después, volví a verlo. Pasó a mi lado, sin aminorar la marcha, como cualquier otro automóvil; ni se detuvo ni pude observar su interior y lo aparté de mis pensamientos con un simple “que curioso”.

Nuestro tercer encuentro resultó ser más insólito e inquietante. Caminaba tranquilo, cuando escuché el rugir de un motor a mí espalda. Me giré sobresaltado y no pude dar crédito. Allí estaba. Precioso. De curvas impolutas y elegantes. Avanzaba despacio, a mi ritmo. Un escalofrío recorrió mi espalda y me estremecí. ¡No podía tratarse de una coincidencia!

— ¡Qué pasa contigo! — me dirigí al conductor, a la vez que intentaba discernir algo del interior de la cabina, oculta tras una capa de opacidad brumosa. Justo en ese momento, me pareció percibir un movimiento en su interior, una fugaz sombra. Entonces, su motor rugió de nuevo y se alejó a toda velocidad.

Sin embargo, pude hacerle un par de fotos con el móvil y cuando, poco después llegué a casa, indagué por internet en busca de información. No tardé en descubrir que esas líneas perfectas e inequívocas correspondían a un Bugatti Type 57 Atalante y que habían sido fabricados de 1934 a 1939. No pude más que quedarme perplejo. ¡Un coche así debía costar una millonada! ¡Qué clase de loco lo utilizaría para perseguir a la gente!

Empecé a preguntarme si no estaría siendo víctima de algún desequilibrado e incluso pensé en acercarme a comisaría a denunciarlo, pero, bien pensado, no tenía mucho que decirles excepto que me había cruzado en varias ocasiones con el mismo coche y su conductor.

Y ahora, de nuevo, ahí estaba. Aparcado, esperando...

El Bugatti no se había movido. Bajo la soledad profunda de la madrugada, se veía hermoso y la niebla del otoño acariciaba su figura elegante con suavidad. Di varios pasos en su dirección.

La puerta del coche se abrió. No había nadie al volante.

— Sube, te estaba superando— escuché que decía una voz que provenía del interior. Busqué alguna palabra con la que poder reaccionar, pero no encontré ninguna. Tan solo permanecí ahí, en mitad de la carretera, de pie.

— Tranquilo, ha llegado el momento de recordar — dijo la voz de nuevo.

— ¿Recordar…? — respondí confundido.

— Tuvimos un accidente. Volvías de la feria del automóvil antiguo, cogiste la curva del polígono con demasiada velocidad y te estrellaste.

— Absurdo, es absurdo...— es lo único que acerté a decir.

— Sólo debes aceptarlo y entenderás todo— se limitó a decirme.

— No, no entiendo… — mentí. En realidad, sí empezaba a entender lo que sucedía.

Ese día habíamos llevado el Bugatti Type 57 de mi abuelo a las jornadas de coches antiguos que se celebraban en el Ifema de Madrid. Terminamos tarde y fue un éxito, como siempre. Todos querían subirse al magnífico Bugatti rojo y hasta alguno ofreció dinero con tal de poder conducirlo.

Volvimos tarde, cansados. Me quedé dormido y perdí el control, empotrándome contra un muro. El coche quedó muy dañado. No se pudo hacer nada por salvarme.

El Bugatti, o aquel que tomara su forma, había vuelto para hacerme comprender. Liberado por la verdad, con paso firme, subí para conducir el Bugatti rojo de mi abuelo por última vez.


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