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Relato de lectores: 'Baby Boom'


1 La mujer acomodó a su bebé, una preciosa niña de diecinueve meses, en el asiento trasero del vehículo: hecha la compra, volvían a casa. –Enseguida llegamos, cariño… La mujer se sentó al volante, e intentó arrancar. Una, dos, tres veces... El motor no respondía. «¡Qué raro!», se dijo. «No hace ni una semana que pasó la ITV». Realizó un nuevo intento. Sin éxito. –¿Algún problema? La mujer tapó su boca ahogando un grito. Un vigilante del centro comercial la observaba por la ventanilla. –M, me ha dado un susto de muerte… –Disculpe. No era mi intención. He visto que tardaba en salir y he pensado que podría necesitar ayuda. «¡¿De dónde ha salido?! Hace un segundo no estaba aquí…». –S, sí, gracias… No consigo arrancarlo. –No se preocupe. Si abre el capó, puedo echarle un vistazo. –Desde luego… –Accionó el oportuno resorte. El hombre levantó la chapa delantera. –Veamos… –Lo oyó decir. «¡Ojalá no sea nada demasiado caro! Porque si no…». –¡Disculpe! –reclamó poco después–. ¿Tardará mucho? Mi hija necesita comer. –Venga, por favor. La mujer echó un vistazo a la niña: ésta braceaba, alegre, en su sillita. –¿Qué ocurre? –consultó, apeándose. –Creo que ya sé dónde está el problema. Escuche: necesito que se fije en esta pieza de aquí mientras yo compruebo el arranque. Cuando le pregunte, dígame si se mueve o no. ¿De acuerdo? –Eh… –No tardo nada: será visto y no visto. –Vale… De acuerdo. El hombre se metió en el coche. –¡No pierda de vista la pieza! –¡Entendido! La mujer se asomó, furtiva: el hombre trasteaba en el volante. «¡Menos mal: parece que tiene arreglo! A ver si termina de una vez y nos vamos…». Concentró su atención en el motor. En la dichosa pieza. «¡Cuánto tarda!», se dijo poco después, impaciente. –¡Oiga! ¡¿Falta mucho?! No hubo respuesta. –¿¡Oiga!? Se asomó. El hombre… «¡¿Se ha marchado?!». Efectivamente, confirmó: había desaparecido. Y su hija… …también. –N, no… ¡No! ¡¡NO!! Buscó a su alrededor, presa del pánico: ni rastro de ambos. «No tardo nada: será visto y no visto». Gritó, esta vez sí, con la fuerza de varias gargantas. 2 La joven leía bajo la sombra de los pinos, en el parque. El canto de los pájaros se confundía con las risas infantiles de la cercana zona de juegos. Enternecida, miró a su querubín, sentado junto a ella, en el carrito. Curiosamente, tenía la misma edad que la pobre niña secuestrada en el centro comercial. Se estremeció. No quería ni imaginarlo. Demasiado horrible. Se reprochó haber pensado en ello. De un soplo, la oscura idea había disipado su plácida calma haciéndole sentir la imperiosa e inexcusable necesidad de ir al baño. «Se acabó la lectura…», se dijo, resignada. –Y ahora, mi gordito, vamos a dar un paseo –confesó, simpática, recolocando el sombrerete del pequeño. Éste pataleó, feliz. No tardaron en llegar a la modesta caseta de los urinarios. Por un instante, la mujer sopesó la idea («¡Uf! ¡Cómo huele!») de dejar fuera al niño. «¡Ni hablar!», decidió, rotunda. A pesar de todo, no estaba dispuesta a perderlo de vista ni un segundo. Entraron. No había nadie. –Te prometo que no tardo nada, cielo. Entró en uno de los cubículos y cerró la puerta: a través del hueco inferior, unos veinte centímetros, veía asomar las piernitas, juguetonas. –¡Mamá sale enseguida! De repente, oyó un ruido. –¡¿Hay alguien ahí…?! –preguntó con evidente nerviosismo. –¡Sí, señora! –exclamó una voz masculina–. Soy el encargado de mantenimiento. Vengo a hacer una comprobación rutinaria. –¡Ya salgo! –No se preocupe. No es necesario. «¡Joder, qué oportuno!». Mientras terminaba de recomponerse, la mujer vio pasar los pies del hombre entre el cochecito y la puerta. –¡Ya casi estoy! ¡No tardo nada! Segundos más tarde, aquél volvió a pasar: ahora se detuvo ante el niño. La mujer abrió los ojos como platos. –¡O, oiga…! Sin importarle la embarazosa situación, ésta intentó («¡¿Qué pasa…?!») abrir la puerta: algo la retenía desde fuera. –¡¿Qué ha hecho?! ¡Abra! ¡¡ABRA!! Los pies del niño desaparecieron. «¡¡Lo ha cogido!! ¡¡Lo ha cogido!!». –¡¡Déjelo!! ¡¡No lo toque!! ¡¡NO LO TOQUE!! Oyó pasos apresurados. Forcejeó con la puerta, histérica: –¡¡SOCORRO!! ¡¡SE LLEVAN A MI HIJO!! ¡¡MI HIJO!! 3 El hombre metió su coche en el garaje y activó el cierre electrónico. Esperó a estar libre de miradas indiscretas para abrir el maletero. Extrajo una bolsa de basura y la depositó allí mismo, sin ningún miramiento, sobre la mesa de un pequeño pero sofisticado taller industrial: el contenido golpeó la superficie de manera sólida, contundente. Deshizo el nudo y metió la mano: cogido por un tobillo, sacó el cuerpo inerte de la niña secuestrada en el aparcamiento. Desnudó a la pequeña y la tendió boca arriba. Seleccionó dos llaves de fuste cilíndrico y las encajó a derecha e izquierda, en los infantiles oídos girándolas al unísono: el rostro, máscara sintética, se proyectó despresurizando el interior del cráneo con un bufido. La bebé androide, modelo ZX–516–TH, su obra maestra, estaba lista para ser modificada. 4 ZHEUX TECNOLOGIC. Su enorme sede central (existían otras tres en otros tantos continentes) estaba formada por media docena de edificios ajardinados, en la periferia urbana. El taxi se detuvo ante el bloque número cinco. Tras pagar la carrera, el hombre se encaminó hacia las enormes puertas de cristal. Doctor en ingeniería robótica, Guillermo Sáez había dedicado a la corporación veintisiete años de abnegada y exitosa carrera profesional para que ahora, de buenas a primeras («¡Miserables…!»), decidiesen prescindir de sus servicios. «Apreciamos mucho su importante labor, pero la presente coyuntura y los necesarios cambios de estrategia nos obligan…». ¡¡«Importante labor»!!, le había dicho, gélido e hipócrita, el presidente desde el otro lado de su lujoso escritorio. ¡¿Por qué no reconocía lo innegable?! ¡Él, y sólo él, era el indiscutible artífice de los BABY–ZX, la multimillonaria patente de ZHEUX! Derrotada ya la práctica totalidad de las enfermedades, y asegurada una vida centenaria, el planeta se había convertido en un inmenso criadero humano, en un devorador insaciable de recursos que amenazaba la supervivencia de la especie. Resultó así imprescindible la adopción de drásticas políticas de natalidad: sólo una de cada dos mujeres podía concebir. La otra, víctima sacrificial, era sometida a una esterilización forzosa. ¿Debían resignarse millones de personas a ver frustrado su sueño de ser padres? No, por supuesto que no. Muchos así lo creyeron. Pero fue él, y sólo él, quien encontró la manera de evitar semejante desengaño. La idea, en realidad, era tan sencilla, o tan complicada, como variar la génesis del problema: negada la concepción orgánica, ¿por qué no sustituir ésta, literalmente, por la fabricación industrial? ¿Acaso no existían, también para satisfacer carencias afectivas, las mascotas artificiales? ¿Por qué no subir el siguiente y definitivo peldaño? ¿Por qué no? Para su sorpresa, ZHEUX aceptó encantada el proyecto y lo nombró a él, al doctor Sáez, su responsable máximo. A partir de ahí, tres años de cuidadosa y esforzada gestación concluyeron con el feliz nacimiento del primer BABY–ZX. Ése fue, y es, el mayor éxito de la compañía, el empuje definitivo que la encumbró entre las primeras tecnológicas del mundo. Gracias a él. A su idea. A su trabajo. Y así se lo pagaban… 5 –Buenos días, doctor –saludó el veterano guardia de seguridad. –Buenos días, Lorenzo. –Ya me he enterado. Lo siento mucho. –Gracias. –¿Se marcha de viaje? –preguntó aquél señalando la maleta. –Sí. Vengo a recoger mis cosas antes de cambiar de aires por unos días. –¡Diga usted que sí! Hace muy bien. –Eso creo… Nos vemos a mi salida. –Me temo que no, doctor. Debo acompañarle. –¿Y eso? ¿Temen que robe los bolígrafos? –Me limito a cumplir órdenes. También han prohibido su entrada en la zona experimental. 6 –Tiene cinco minutos –informó Lorenzo. Sáez asintió antes de cerrar la puerta del despacho. Ya había previsto y asumido su veto en todas las áreas sensibles de ZHEUS. Era lógico: ya no trabajaba allí. Se había convertido en un visitante, en un extraño más. En cambio, la presencia impuesta de Lorenzo… «No importa», se dijo. Estaba acostumbrado a lidiar con los imprevistos, a buscar nuevas alternativas sobre la marcha. Poco después: –Doctor… –Sí, voy –aceptó arrugando el papel que sostenía, junto a la papelera. Cogió la maleta dispuesto a salir. –¿Y sus cosas? –He cambiado de idea: se lo regalo todo. Absolutamente todo. 7 De nuevo en el vestíbulo, mencionaron los lugares comunes que el momento requería y se despidieron deseándose lo mejor. –Por cierto, Lorenzo,… ¿Libra esta noche? –¡Ojalá! Hoy tengo turno doble. ¿Por qué? –Por nada. Pida un aumento: se lo merece. –¡Y tanto! Buen viaje, doctor. Cuídese. –Usted también, Lorenzo. Usted también… 8 La maleta, vacía, ocupaba de nuevo su lugar en el altillo del garaje-taller. Hora del ordenador: 23:59/00:00. Sáez pulsó la tecla que activaba a la BABY–ZX. 9 ZHEUS TECNOLOGIC. La limpiadora adecentaba el despacho cuando oyó un golpe. Se volvió, temerosa: no había nadie. De súbito, un bebé comenzó a llorar. Allí mismo. En… ¡¿la papelera?! Incrédula y asustada, se acercó al cilindro plateado del rincón. Su contenido visible, gurruños de papel, impedía confirmar la evidencia sonora. La mujer alargó la mano y… …se la atravesó, disparada desde el interior del recipiente, una diminuta y cableada aguja. Instintivamente, aquélla retrocedió, entre gritos, arrastrando… «¡Dios mío…!». …a una de las muñecas fabricadas por la empresa. Desnuda, ésta exhibía partes de su esqueleto metálico a través de múltiples y grotescas descarnaduras. Parecía la víctima resucitada de un sádico asesino. Antes de perder la consciencia por la descarga eléctrica del cable, acerado cordón umbilical, la mujer tuvo tiempo de ver sonreír al lloriqueante engendro. 10 La imagen transmitida por la microcámara insertada en la cuenca ocular derecha de la ciborg mostraba nítidamente el cuerpo desmayado. –¡Perfecto! –exclamó Sáez. 11 Lorenzo dormitaba en el vestíbulo del edificio, frente al panel de vigilancia, cuando empezó a sonar uno de los chivatos electrónicos. Súbitamente despejado, alerta, reparó en la luz parpadeante: «¡La zona experimental!». 12 La enorme puerta no había sido manipulada y el uso de la clave de acceso habría desactivado los sensores de movimiento. Entonces,… ¿falsa alarma? Lorenzo pulsó el teclado de la pared: aquélla cedió con un pitido. La iluminación reveló la enorme nave, una especie de «guardería» de los horrores: BABY–ZX abundaban, enteros o desmembrados, por doquier. No había intrusos a la vista. Sin embargo,… «¡¿Y esto…?!». Una rejilla de ventilación había sido interiormente (golpes en el reverso, abolladuras en el anverso) arrancada. «¡Imposible!», se dijo Lorenzo valorando la estrechez del conducto. Nadie normalmente constituido habría podido entrar por allí. De súbito, reverberando en la estancia, sonó el llanto desconsolado de un niño. De un bebé. Lorenzo soltó un quejido nervioso y sus dedos buscaron la empuñadura de la pistola. 13 Un BABY–ZX, aún sin extremidades, se había activado solo en una de las estaciones de acoplamiento. Lorenzo se estremeció: «¡Son tan reales…!». Aprensivo, golpeó suavemente la piel sintética: aquél enmudeció. Suspiró, aliviado. «¡¿Cómo puede alguien llamar “hijo” a estas… cosas?!». Creyó percibir un movimiento por el rabillo del ojo, a su izquierda. No había (no veía a) nadie. Empezó a moverse, sigiloso, entre el mobiliario. 14 …tap, tap, tap, tap… «¡¿Qué…?! ¡¿Eso han sido pasos, diminutos pasos a la carrera…?!». Lorenzo se agachó escudriñando el suelo entre las innumerables patas metálicas. –Seas quien seas, o lo que seas,… ¡¿dónde demonios estás?! –susurró, histérico. …tap, tap, tap, tap… «¡Detrás!». Se incorporó y retrocedió, apresurado. Y allí estaba… «Debí haberlo imaginado», se dijo. 15 …tirado en el suelo, boca abajo, inerte. Otro BABY–ZX. Otra cosa. Lorenzo la recogió (¡Una «niña»…!), conteniendo el asco: alguien la había mutilado brutalmente. Y el ojo derecho… «¡¿Es una cámara?!». Buscó a su alrededor: estaba solo. De improviso… …tic–tac, tic–tac, tic–tac… –¡¿Qué narices…?! –exclamó, confuso. Acercó el oído a la pequeña androide: sonaba como un metrónomo. 16 Un primer plano de la oreja del guardia llenó la pantalla. –Verás qué divertido… –afirmó Sáez antes de pulsar una tecla en el ordenador. 17 La ZX rompió a reír. A carcajadas, histriónica. Lorenzó la soltó como si ardiera. El impacto contra el suelo hizo que un rectángulo de carne artificial se abriese despresurizando el infantil pecho metálico: en su interior, la cuenta atrás de un reloj (01:59/58/57…) conectado a unos sospechosos cilindros («¡¿Cartuchos…?!») de… 18 –¡¡…dinamita!! Lorenzo echó a correr dejando atrás la reverberante hilaridad, simple reflejo programado lleno ahora de maligna significación. 00:53/52/51… 19 El punto de vista subjetivo de la ZX (caído noventa grados hacia la izquierda, sobre el suelo) mostró las piernas del hombre saliendo por la parte superior de la imagen. Luego, el sonoro golpe de la puerta. 00:36/35/34… Sáez sonrío contando en silencio el inexorable paso de los segundos. 20 Lorenzo jadeaba a la carrera. Por el esfuerzo. Por el terror. ¡¿Los pasillos de Zheus Tecnologic siempre habían sido tan largos, tan extraordinariamente largos?! Despavorido, sintiéndose el protagonista de una pesadilla, le pareció estar sobre una cinta andadora acelerada hasta el borde del infarto. …tic–tac, tic–tac, tic–tac… 21 00:11/10/09… –Sí, sí… –murmuró Sáez, ansioso. 22 Primero fue el trueno de la detonación y después, sólo un bufido más tarde, la sacudida, el terremoto de infinitos grados de intensidad, no en la escala de Richter, sino en el pavor de Lorenzo. Éste cayó empujado por el hálito abrasador de la onda expansiva. 23 «¡¡Boom!!», había exclamado Sáez, sincronizado con la repentina negrura en la pantalla del ordenador. –¡¿Y ahora qué, eh?! ¡¿Qué os parecen esta «coyuntura» y este «cambio de estrategia», malditos ladrones?! –rugió, furibundo, antes de arrancar el monitor de un manotazo. Se sintió pletórico. Poderoso. Indestructible. 24 «¿Sigo vivo?», se preguntó Lorenzo liberando su propia cabeza, en el suelo, mientras advertía la llovizna y la inquisitiva alarma del dispositivo antiincendios. «Parece que sí…». Intentó levantarse y su rodilla izquierda lo disuadió en el acto. Apretó los dientes: «Está rota…». Tras él, todo eran ruinas. 25 Para la todopoderosa Zheus Tecnologic, su venganza sólo supondría un pequeño revés, una ligera molestia subsanable, al fin y al cabo, con dinero: los ZX podían reponerse, las instalaciones podían reconstruirse y los posibles daños personales (¿Habría escapado Lorenzo?) podían indemnizarse. En unas horas, Sáez estaba seguro, vería en los medios de comunicación al presidente manifestando su «sorpresa e indignación por tan lamentable suceso, obra, sin duda, de algún desequilibrado». –Basura... –murmuró. Se iban a enterar. Aún tenía, de momento, otro as en la manga. Otro ZX: el conseguido en los urinarios del parque. ¿Cómo reaccionarían los accionistas de la tecnológica ante una segunda explosión? ¿Ordenarían, asustados, una venta masiva de valores que salvara su dinero de evidentes e impredecibles complots? Sáez así lo creía: el sistema empresarial y financiero era tan cobarde como perverso. Recogió la bolsa de basura y la depositó sobre la mesa. Extrajo… Quedó aturdido por la sorpresa. Luego sonrió, orgulloso: sus androides eran tan buenos que él mismo, padre creador, había confundido uno de ellos con… …un auténtico bebé. Y estaba muerto.


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