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Artículo de lectores: 'La vida más allá de los hilos'


Una reflexión sobre la consciencia individual y el libre albedrío.

No sé cómo seguir viviendo luego de la terrible verdad que acabo de conocer. Todos desean una vida plena, independiente y sin hilos que los obliguen a moverse. Yo también lo deseaba. Mientras pienso en esto, en el fondo suena la canción "The carnival is over", lo que me recuerda de inmediato algo de cuando todavía me creía humano: al cantante Brendan Perry le incomodaba que la gente, al escuchar el nombre del grupo (Dead Can Dance), de inmediato lo relacionara con la efigie de La Muerte que llega bailando para llevarnos a nuestra última morada. Él debía aclarar una y otra vez que el verdadero concepto del nombre era que lo inanimado (lo muerto) también podía bailar (en este caso, dotarse de vida) mediante la magia de la música. Ni este dato tan prometedor logra ahora quitarme la pena que me embarga, porque a pesar que lo inanimado pueda llenarse de vida, no es su propia vida la que posee, sino la de quien lo maneja. O de quien se la insufla, llámese mago, ventrílocuo o actor. Este concepto también conecta de inmediato con el término titiritero, el cual, entendido de forma etimológica, no sería más que la persona que maneja un títere (una figurilla que se mueve mediante hilos o metiendo la mano en su interior), pero que en su comprensión semiótica tiene alcances infinitos tales como que si el titiritero, al insuflar vida a dicha figurilla, ésta se vuelve una extensión de su consciencia a pesar del argumento de la obra. De ser así, incluso podríamos afirmarlo de forma extensible al trabajo de las personas mismas en escena: cuando un actor hace su trabajo, también debe recrear una personalidad que permanece inerte dentro de un texto dramático hasta que alguien le dé vida; entonces, ¿eso convertiría al personaje textual en algo así como un títere y al actor en una especie de titiritero? El guión dramático es la voz dormida que requiere revivir a través del actor, y que una vez escenificada, se convierte en anotaciones mentales constantes en la mente del artista que realiza el papel. Tal como esa voz que yo he escuchado durante años en mi cabeza. Y de igual manera al actor, yo he hecho caso a ella en todo lo que me ha dictado. Unos me llamaban loco; otros, los estudiados, esquizofrénico. Y la terrible conexión a sentirme por momentos como la marioneta de alguien inexistente que solo habita en mi cabeza, martilleó mis más profundos miedos durante noches enteras. Al fin y al cabo, los artistas tienen algo de locura en su cotidianidad: convertirse en otras personas por momentos, sufrir los dramas ajenos escritos con anterioridad asumiéndolos como algo inspirador ya conlleva cierto grado de esquizofrenia. Y los titiriteros no quedan atrás: tomar objetos inanimados y sentir que tienen vida, ¡y encima creerlo a fin de que sea más veraz!, tiene más locura de lo que parece para ellos. Cuando reflexiono en todo esto ya no me siento tan solo. Puedo vivir tranquilo como loco entre los locos. Y es que yo, sin ser actor, titiritero o mago, escuché a mi propio apuntador durante años: una voz interna que me dictaba a actuar mi vida pero sin unos hilos que me obligaran a hacerlo. Pero esa voz no era la mía, sino la de un extraño que me susurraba por dentro. Locura, lo sé, solo a eso suena. Claro, a menos que piense que Dios era quien me hablaba, lo cual ya sería tremenda suerte. Sin embargo, con base en lo que ahora sé, tal nunca pudo ser. O bien pensado tal vez sí, porque el titiritero es el dios del títere, tal como la suerte, el destino o Dios (llámese como se quiera) manejan los hilos de las vidas de la humanidad a su entero parecer. Tal como lo dijera el músico Vladimir Aleksandrovich Sokolov: “Esforzándose por alcanzar la libertad artística para su deseo creativo, el hombre inventó el teatro de títeres. A través de su descubrimiento se libera de la amenaza del destino, creando para sí un mundo a su medida y a través de los personajes que le deben total dependencia fortalece su deseo, su lógica, y su estética. En resumen, llega a ser un pequeño dios en su propio mundo”. Y esto ocurre y ocurrirá hasta que muramos. O ustedes mueran, porque yo ya sé que no lo haré. Y aunque declarar la inmortalidad puede parecerle maravilloso a cualquier ser humano, repito nuevamente lo antes dicho: ni este dato tan prometedor logra ahora quitarme la pena que me embarga luego de enterarme de lo que me acabo de enterar. A tal grado que a mi mente acuden prestos los versos del buen Jorge Luis Borges en su poema, precisamente, “El títere”: “El hombre, según se sabe, / tiene firmado un contrato / con la muerte. En cada esquina / lo anda acechando el mal rato. / Ni la cuartiada ni el grito / lo salvan al candidato. / La muerte sabe, señores, / llegar con sumo recato.” Pero lean bien y descubran que dijo “el hombre”, por lo que yo ya no aplico a tan sabio poema. Yo… ya no sé ni qué sentir. Porque yo, sintiendo que lo más terrible en mi vida era haber sido diagnosticado esquizofrénico, nunca llegué a pensar un desenlace tan perturbador como el que hoy padezco. El mismo que se presentó ante mi como la verdad más aplastante e innegable cuando la voz tomó forma humana, y ese mismo humano sacó su mano de mi interior, dejándome sin capacidad alguna de moverme por mí mismo. Abandonado sin suerte alguna en este baúl lleno de figurillas inertes, tal como se abandona un títere hecho de un simple trapo viejo.


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