
El momento había llegado. Los diez tripulantes de Afrodita-seis hombres y seis mujeres- sabían que sólo uno de ellos sería consagrado con la gloria, mientras que los demás tendrían que conformarse con ser recordados sólo por unos cuantos. Realizaron un rápido sorteo y éste le favoreció al químico y genetista Edwin Zimmer, hijo menor del filántropo y visionario anciano que había financiado la mayor parte de aquella última misión. Antes de descender los ocho peldaños que lo separaban de la superficie de Marte, mirando la planicie de tierra roja salpicada con los contenedores enviados desde la Tierra que guardaban todo lo indispensable para levantar la Base, pensó en las palabras que pronunciaría e inmortalizarían aquel momento. Al ser humano le había costado cuatro intentos con alrededor de diez años entre cada uno, había entregado la vida de cuarenta y cuatro de sus mejores especímenes, había gastado sus mejores y últimos recursos, y, en el crucial momento que coronaba tantos esfuerzos y sacrificios, justo cuando la Tierra se pudría en contaminación y enfermedad, Edwin puso la planta de su pie en el polvoso suelo marciano y, con el atardecer que teñía una fracción del cielo gris en azul, echó de menos por última vez a la Tierra y dijo: “Este no es otro gran paso para la Humanidad… sino su última oportunidad, y estamos aquí para aprovecharla.” En la Tierra, desde donde todos seguían la transmisión del gran acontecimiento en vivo, en primera instancia hubo aplausos, apretones de manos, abrazos, lágrimas de felicidad; pero después sólo hubo silencio y suspiros: la continuidad de la especie estaba garantizada lejos de la Tierra, lejos de la contaminación que pronto acabaría con todos los seres vivos. Marte volvería a tener vida, la Tierra pronto dejaría de tenerla.