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Gustavo Leyton

Relato : Rara Avis'


Varela fue expulsado de los Maquinadores, grupo poético–insurgente que creó semanas después de llegar a Buenos Aires. Ocurrió en una mañana invernal del 2054, cuando despertó con el timbre synthwave del teléfono holográfico dejado a su izquierda, sobre un velador de plástico. Tomó el aparato, leyó el mensaje, saltó del catre metálico, descorrió las persianas verticales y contempló los edificios brutalistas. Se puso el traje de fibra sintética, guardó el teléfono en un bolsillo frontal, salió del departamento, bajó por el ascensor panorámico y en la recepción, tropezó con Xenia, la dueña de la pensión. La mujer le exigió el pago atrasado del mes, por enésima oportunidad. Varela hurgó en el bolsillo frontal del traje y sacó una tarjeta desechable, con un código dactilar en uno de sus costados. —Doña Xenia, le aviso que hoy me iré. Este es mi último pago —dijo Varela, entregándole la tarjeta con rapidez. Antes de que la mujer contestase, Varela cruzó la recepción e inhaló el olor a hidrocarburo de las avenidas bonaerenses. Escrutó a los turistas chinos, mexicanos e hindúes que sacaban fotografías a catedrales clausuradas, museos futbolísticos y a los indigentes, dormidos en los bancos de las plazoletas. Varela aceleró el paso, rumbo a la estación de subte levitante más cercana. Allí tropezó con hombres de rostro tatuado y mujeres de pelo multicolor, tal como dictaba la moda. Sorteó el escáner de rostro, ingresó a un subte colmado y en nueve minutos, llegó al aeropuerto de Ezeiza. Varela descubrió que el aeropuerto de Ezeiza se hallaba repleto de turistas multirraciales. Respiró profundo, ingresó sus datos personales en un computador táctil instalado en un pasillo repleto de anuncios OLED y compró pasaje en la aerolínea más barata que encontró. Se ubicó en una fila extensa y notó que detrás de él, un hombre alto, de barba blanca y vestido con una chaqueta de Gore-Tex, charlaba a través de un smartphone arcaico. Dejó de examinar al hombre y observó la pista de rodaje mientras avanzaba la fila. Al rato, Varela franqueó el detector de comportamiento predictivo y subió a un avión conformado por dos fuselajes acoplados. Gracias a la pantalla de alta resolución en las paredes interiores de la cabina, pudo ver la superficie. Bajo los nimbos oscuros, atisbó granjas solares, campos de maíz transgénico, fábricas de biocarne y los recolectores de agua atmosférica en la cordillera de los Andes. Recostado en el sillón ergonómico, Varela cerró los ojos hasta que aterrizó en el aeropuerto de Santiago. Cuando marchó junto con el resto de los pasajeros por el túnel traslúcido de embarque, Varela divisó a lo lejos un escuadrón de drones que sobrevolaba el cielo nuboso de la capital chilena. Luego del control de retina, salió del aeropuerto, aguardó en un paradero con paneles táctiles y se metió en un tranvía de alta velocidad. Contempló autopistas de ocho carriles, autos burbuja, rascacielos de cien pisos, tiendas de productos electrónicos y los barrios caribeños. Después de pasar los barrios caribeños, Varela buscó el número de Eloísa, su madre septuagenaria, en el teléfono holográfico. Presionó la tecla de llamada, pero casi al instante, desistió de su intento. Al fin, el tranvía llegó a una parada tubular de Quilicura. Varela caminó veinte minutos, hacia un pasaje de viviendas pareadas, de una planta y verjas altas, construidas a principios del siglo XXI. Se detuvo frente a una casa de fachada verde oliva, la única en el sector que poseía un cobertizo con techo de policarbonato. Varela colocó el pulgar derecho en la cerradura inteligente, cruzó la verja y avanzó por un sendero de concreto, bordeado por césped sintético. En la entrada de la sala de estar lo esperaba RX, un robot humanoide. — ¿Dónde está mi madre? —preguntó a RX, mientras ingresaba a la sala de estar. —En su dormitorio. Hoy amaneció con dolores reumáticos —informó el robot, con tono claro y pausado. Varela apreció un televisor de pantalla plana, dos cuadros impresionistas y un reloj digital, colgados sobre paredes burdeos. Luego, siguió por un pasillo iluminado con tubos fluorescentes. Esperó, tragó saliva y tocó una puerta entreabierta. — Pase, pase… —imploró Eloísa, con voz débil. Varela entró a un dormitorio revestido en moqueta tornasolada y que sólo tenía como mobiliario una cama con dosel. Eloísa, su madre, estaba recostada en el lecho, en pijama rosa y con un casco de realidad virtual en su cabeza. —Soy yo, mamá —farfulló Varela, acercándose a la cama. Eloísa se quitó el casco y Varela pude apreciar un rostro sin arrugas a causa de diversos productos de estiramiento facial, orlado por un cabello largo de tono castaño. —No me quedó otra opción que volver… —musitó Varela. — ¿Qué pasó con tu grupo literario? — Fracasó. El grupo no tuvo éxito. Me dieron la espalda y… me echaron. — ¿Te echaron? Pero si tú fundaste eso —replicó Eloísa, impaciente. El recién llegado intentó dar una respuesta, pero optó por el silencio. Eloísa lo miró con expresión hastiada. —Hijo, ¿podemos hablar después?, tengo que conversar con un amigo de Shizuoka —expresó la mujer, poniéndose el casco. Varela se retiró del dormitorio, avanzó por el pasillo y se fijó que en la cocina, RX lavaba platos de porcelana japonesa. En vez de quedarse en el hogar, Varela prefirió salir a la calle y marcó el número telefónico de Ferreira. Rato después, Ferreira estacionó su furgón –amarillo, oxidado, modelo 2020– frente a Varela, quien se aproximó al vehículo y deslizó la puerta de copiloto. —Eh, Varela. No esperaba tu regreso a esta ciudad… —dijo Ferreira con una risa jovial. Varela notó que Ferreira llevaba puesto un sweater arrugado de color azul cobalto, un pantalón deshilachado y zapatillas roídas, pero prefirió obviar esos detalles. En el trayecto, hablaron de los ex profesores de la Facultad de Letras Hipertextuales, los libros que jamás escribirían y los poemas publicados en revistas electrónicas de videojuegos. Ferreira le comentó que casi todos los compañeros de la generación se habían decantado como redactores de publicidad online, community managers y periodistas subpagados en hyperwebs amarillistas. Cuando Varela respondió que nada de eso le parecía inesperado, arribaron a Quinta Normal, comuna reconocida por la venta de cosméticos tailandeses. Entre dos tiendas de desodorantes, se hallaba una vivienda con forma de caja, revestida en hormigón y con muro exterior de fierro. Ferreira dejó el furgón junto a la acera y traspasaron un antejardín con cerámica. Luego, entraron a un comedor de paredes agrietadas que poseía un sillón de piel sintética, una mesa plegable –en la que había una pila de hojas– y una impresora láser, instalada sobre una cajonera de acrílico. —Aquí edito a los famosos escritores de la capital… —dijo Ferreira, con tono sarcástico. — ¿Cuántas copias imprimes por autor? —preguntó Varela, fijándose en la impresora. —Treinta. Ellos aceptan las condiciones. En vista de la situación del país… —dijo Ferreira, mientras indicaba el sillón de piel sintética. Sentados en el sillón, Varela contó sobre su vida en Buenos Aires y la expulsión de los Maquinadores. Ferreira escuchó con atención y con una mueca de tristeza, le informó que en Santiago los grupos poéticos ni existían, pues la actividad literaria se consideraba una pérdida de tiempo, al borde de la ilegalidad. —Buscaré una pega, Ferreira. No tengo más alternativa —confesó Varela, sin ánimo. Varela pidió quedarse dos días en la casa, pero al final permaneció allí tres semanas. Ferreira le habilitó un cuarto que tenía una cama rebatible y una repisa con libros de autores marginados, como Pynchon, Houellebecq, Aira y Fernández Mallo. Por las mañanas, Varela leía las obras de la repisa y en las noches, utilizaba el teléfono holográfico para indagar en ofertas laborales. Reclinado en la cama, Varela hallaba con reiteración ofertas tridimensionales para técnicos de domótica, guionistas de microseries y recopiladores de betsellers distópicos. Durante una medianoche, cuando Varela exploraba trabajos sin ningún tipo de filtro, un aviso tridimensional concitó su atención: un movimiento llamado Rara Avis buscaba incorporar escritores para su proyecto creativo en San Andrés, balneario situado en la Región Costera Interpacífico. Varela presionó en el anuncio y lo examinó en calma. En el anuncio, un tal Antón Zabala se presentaba como escritor y líder de Rara Avis. El literato se veía poco nítido y su voz se escuchaba distorsionada. Zabala exponía su trayectoria –residencias artísticas en México, Cataluña y Kosovo–, concedía financiamiento propio y otorgaba espacio para debatir ideas. A pesar de la ausencia de una dirección concreta, Varela encontró la ubicación precisa de San Andrés con el teléfono y luego, se acostó de inmediato. Al otro día, Varela se levantó a las siete de la mañana y le explicó a Ferreira que estaría un tiempo fuera de Santiago. —Ojalá no te pierdas, Varela. Mucha suerte —expresó Ferreira, justo cuando ponía una hoja en el soporte de la impresora láser. Varela se fue de la casa y levantó la vista, percatándose de las nubes lóbregas. En aquel momento, un taxi autónomo pasaba por la calle. Varela le hizo señas y el vehículo paró en el acto. En el asiento de atrás, pidió a la consola central que lo llevara al terminal de trenes AGV, construido sobre las ruinas del Museo Nacional de Bellas Artes. El traslado duró media hora. Varela pagó con una aplicación del teléfono e ingresó al terminal desocupado, salvo por algunos aseadores haitianos. Después de pasar un control de retina, se metió en un tren semivacío. Desde un asiento intermedio, Varela percibió como la abundancia de rascacielos daba paso a una vista colmada por viñedos transgénicos, parques eólicos, cementerios de computadores y granjas hidropónicas. La velocidad del AGV –trescientos kilómetros por hora– le permitió ver la rápida mutación del paisaje mediterráneo a un entorno desértico y costero. Una hora después, bajó en un apeadero que sólo poseía un cubierto de aluminio. Sobre el cubierto había un letrero que señalaba a San Andrés, en letras negras y mayúsculas. Varela fue el único que descendió en aquel paraje, en donde lloviznaba y corría viento norte. Dado que su traje era impermeable al tiempo reinante, Varela pudo andar sin ningún obstáculo por el balneario. En la única calle principal de San Andrés, Varela distinguió cabañas abandonadas, restoranes saqueados y hosterías arrasadas. Prosiguió por el borde costero, desde donde avizoró una playa de arena negra, roqueríos y la oscilación de las olas del océano. A lo lejos, sobre un promontorio, descubrió un domo forjado con triángulos tensores y cubierto en pino impregnado. Cuando Varela se acercó al domo, encontró una puerta metálica que poseía un mecanismo de apertura basado en cuadrados rotativos. Con un toque sutil a la puerta, accedió a un espacio abierto, iluminado por ampolletas LED. A los costados del ingreso, había un chifonier de melamina y un armario hecho con palets. En el medio, se hallaban tres hombres –hirsutos, vestidos con mantos negros y recostados en almohadas inflables– que conversaban en torno a una estufa de gas butano. Desde la entrada del domo y con titubeos, Varela preguntó por Antón Zabala. Sobresaltados, los hombres escrutaron al visitante y luego, se miraron entre sí con expresiones de inquietud. Uno de ellos, muy alto, levantó su brazo izquierdo y se aproximó a él. — Soy yo —informó el hombre, con voz retumbante. Varela lo reconoció de inmediato: Zabala era el tipo con la chaqueta de Gore-Tex que vio en el aeropuerto de Ezeiza. —Vengo por el anuncio… —alcanzó a decir Varela, algo turbado. —Amigo, tú ya eres parte de esto. Cuéntame… ¿Cómo llegaste aquí? —inquirió Zabala. Varela se acercó a los hombres y en pocos trazos, relató sobre su estancia en Santiago, sus poemas esparcidos en diversas publicaciones, la fundación de los Maquinadores en Buenos Aires y el regreso a Chile. Zabala y el resto lo escucharon con atención, asintieron y expresaron opiniones sucintas. No tardaron en disponerle una almohada y lo sumaron a la conversación. En esa tertulia, Varela supo que los integrantes de Rara Avis, mayores que él, provenían de distintos puntos del país y escaparon de sus hogares tras ser declarados improductivos. Uno de ellos tenía una cojera en la pierna derecha y el otro, de nacionalidad argentina, conoció a Pablo Katchadjian y a Mauro Libertella, escritores de los que no se sabía su paradero. En seguida, Antón Zabala le dirigió unas palabras a Varela. —Eres muy valiente por estar con Rara Avis —aseveró, mientras dejaba un pequeño dispositivo esférico a sus pies. El dispositivo proyectó retratos de múltiples escritores sobre el techo del domo. Varela pudo distinguir a Cervantes, Moliere, Swift, Shakespeare, Neruda, Proust, Woolf, Joyce y Lessing. Antón hablaba de aquellos autores con mucho fervor. Al igual que sus discípulos, Varela prefirió escucharlo sin intervenir. Horas después, exhausto, se echó a dormir en la almohada. A eso de las cuatro de la madrugada, Varela abrió los ojos debido al golpeteo incesante de la lluvia sobre el domo. El grupo se había alejado unos metros de él y murmuraban. A pesar de que Antón hablaba en voz baja con el argentino y el tipo cojo, Varela pudo distinguir la conversación que ellos sostenían. —Él no es acorde con lo que necesitamos… —masculló Zabala. —Hay que expulsarlo —manifestó el cojo. —O mejor aún… matarlo —finalizó el argentino. Varela se paró en puntillas y se alejó de ellos en forma discreta, pero cuando abría la puerta principal, detrás de él escuchó gritos de alerta. Corrió por la arena negra y percibió el resuello de sus persecutores. Un trueno súbito y el crepitar de las olas lo ensordecieron. Al ver un roquerío de gran tamaño, Varela intentó esconderse detrás del peñasco y se apoyó entre unas grietas, agotado. No obstante, el trío de Rara Avis logró ubicarlo. Zabala se adelantó a sus seguidores y con una sonrisa torva, contempló a Varela. — ¿Por qué escapas? Morir es una opción legítima —vociferó Zabala. Antón Zabala y el resto se abalanzaron sobre Varela, quien se recogió en el suelo pedregoso, protegió su cabeza con las manos y cerró los ojos, tembloroso. Segundos después, a Varela no le había pasado nada. Desguarnecido, echó un vistazo a lo que sucedía: Antón y sus discípulos se habían quedado estáticos, al igual que todo el paisaje circundante. Varela se repuso e inspeccionó a los hombres inanimados, boquiabierto. Varela decidió marchar a San Andrés, tambaleante y con dolor de cabeza, pero debió parar. Sus brazos, tórax, tobillos y pies comenzaron a disolverse. Se desplomó, gritó de espanto y todo se volvió oscuridad. La oscuridad dio paso a una visión borrosa que Varela esclareció con dificultad. Pronto supo que se encontraba en una habitación de azulejos blancos, rodeado de electrocardiogramas, lámparas quirúrgicas y desfibriladores. Intentó levantarse, pero sus manos estaban atadas a una cama ortopédica. Tiritó, dio un alarido y divisó al frente. Detrás de una ventana cubierta con barrotes, Varela pudo apreciar a su madre e incluso a RX, quienes lo escudriñaban. A su diestra, Ferreira lo miraba con atención. —Otro artista que cae. Bienvenido, Elías Varela —expresó Ferreira, burlesco.


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