Entre moscas

El zumbido retumbaba por toda la habitación cuando despertó. Su oído, ya habituado, aprendió a ignorarlo. Perezosamente se apoyó sobre ambos pies y, tambaleándose, se dirigió al fregadero que, asimismo, fungía de lavamanos. Luego de verter agua sobre su rostro desdibujado, valiéndose de ambas manos, miró atentamente el borroso reflejo que se formaba frente a él. «Sabía que este espejo resultaría útil cuando lo recogí», pensó mientras se inclinaba para revisar qué causaba esa molesta sensación en el ojo. Por un breve momento, creyó ver algo retorciéndose en la superficie del globo ocular, pero, después de un rápido parpadeo, la visión se había esfumado junto con la molestia. Se volvió sin darle mayor importancia, encarando la madriguera pobremente iluminada en la que vivía. Las pequeñas motas de polvo que danzaban de un lado a otro de la habitación ya no le perturbaban, ni cuando, después de colocar los lentes remendados sobre su nariz, pudo distinguir las pequeñas patas y las membranosas alas que las componían. Con cada movimiento de su cuerpo, un número incalculable de los repulsivos insectos despegaban sus peludas patas de la superficie en la que reposaban y planeaban rápidamente a otra. Fastidiado, atravesó el campo de pavesa hasta una sucia mesa de plástico que otrora fue blanca. Sobre ella había una vieja laptop, acompañada, únicamente, por una carpeta más bien gruesa debido a las varias hojas que componían sus entrañas. Fijó una mirada abatida en los reportes mortuorios recién salidos de la funeraria. «Aún están calientes» pensó mientras tomaba la carpeta entre sus dedos. Debido a una de esas tediosas enfermedades de temporada, tenía un abrumador número de obituarios que escribir y entregar para la tirada de mañana. El lánguido hombre se desperezó estirando sus brazos al frente. El movimiento fue seguido por el sonido torrencial de las teclas golpeadas, ocasionalmente interrumpido por un movimiento desanimado, con propósito de espantar alguna mosca que se acercaba demasiado. Así pasaron varios minutos, con su mirada saltando entre la pantalla, los reportes y una que otra mosca descarada. Con el transcurrir del tiempo, sus indeseables acompañantes empezaron a sentirse más cómodas con su presencia, haciendo más inmediatas las irrupciones a su espacio aéreo, hasta que, ya, sin ninguna vergüenza, se comenzaron a instalar sobre él. Sus movimientos, que habían iniciado tranquilos, con cada interrupción se volvían más y más furiosos. Finalmente, con la paciencia agotada, se aupó en un repentino movimiento que hizo caer la silla, produciendo un golpe seco al toparse con el piso. Las moscas que yacían trepando apaciblemente, emprendieron un vuelo errático por toda la habitación, asemejándose a una tormenta de arena negra. — ¡¿Por qué hay tantas putas moscas?!— bramó con furia. Finalizado el sobresalto, las moscas iniciaron nuevamente el calmado descenso, a diferencia del encolerizado hombre, que comenzó una marcha decidida en busca del origen de los invasores. Debido al pequeño espacio que comprendía su departamento, solamente consideraba una opción para buscar respuesta: el área húmeda y apartada donde tenía la lavadora — que no gozaba de mayor función que un pisa papeles desde hacía varios años—; a la cual llegó con tan sólo unos pocos pasos. — Oh, me olvidé— dijo serenamente al encontrarse en la habitación—, había pedido unos días libres— continuó, mientras observaba su cadáver, azul, rígido; tirado a un lado de la lavadora, con un agujero manchado de sangre coagulada en la cabeza y un revólver en la mano. De él se desprendía un cardumen de moscas que cruzaban grácilmente por su boca, abierta en una gran “O”, asemejando el túnel más transitado del mundo. Pero su mirada perdida estaba ocupada, observando los gusanos lechosos que se retorcían en sus ojos inertes. Muerto.