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Cristina Sarahí Brizuela Baiz

La bestia insaciable


¡Oh! Mi querido Rengi, por qué tenías que venir a este matadero, por qué no simplemente seguiste tu nostálgico camino e ignoraste cada grito de horror que tus ojos oían salir de este infante, por qué no te pateé o di con mi resortera en vez de dar piedad y en mis brazos darte protección, aunque no pueda siquiera hacerlo conmigo mismo.

Sabías muy bien que no podías estar aquí tan cerca de la bestia pero el brillo ensordecedor de los truenos te lo hacían olvidar y soltabas un maullido de ayuda, de soledad, en esos casos con el mínimo de ruido para no invocar a la bestia te metía por la ventana para acariciarte mientras tu ronroneo ciego nos tranquilizaba a ambos.

La bestia no duerme, sale de noche a cazar. La bestia va a las cantinas y ya pasada la media noche regresa a su guarida, pasa muros de soledad y odio para llegar al matadero: mi alcoba. Solía entrar tambaleándose por tanto aullar a la luna llena, con botella en la mano y furia en la otra. Gritos de horror. No sé qué era más doloroso: el impacto sin eco de sus garras en mi pequeño cuerpo de cristal o darme cuenta que Rengi me observaba con impotencia desde la ventana con mis lágrimas en sus ojos. Dentro se asesina no a seres vivos, es un matadero de pensamientos, es mi matadero personal.

Cuando la bestia estaba ausente podía salir, correr por la hierba y sobre todo jugar contigo, nos brindábamos cariño: yo te acariciaba tu pelaje gris e intentaba trenzarlo mientras tú lamías mis moretones. Si tan solo hubiera dejado de reír a carcajadas por causa tuya, entonces hubiera podido ver el sonido opaco de las botas de la bestia y haber podido apartarte, o lo que sea que yo habría podido hacer para evitar la soledad, pero no, no fue así, la bestia extrañada de verme afuera y al mismo tiempo con unos ojos de ira y decepción se acercó a mí, luego apreció a mi acompañante, me lo arrebató con gran fuerza, el gato lloraba con lágrimas mías y yo gritaba con desesperación suya. Con el gato agarrado del pescuezo lo llevó dentro de la casa y cerró la puerta antes de que yo corriendo pudiera entrar. Ya con pura resignación y con mi cabeza recargada en la puerta solo escuchaba los maullidos agonizantes de Rengi, ¡oh¡ mi dulce Rengi, quién diría que tu final sería tan sangriento y tan rápido. Rengi que me brindó compañía en tal soledad y me hacía olvidar a la bestia que me engendró en ratos de entretenimiento y darme cuenta que no todas las garras son malas. Tú eras el bien que nunca tuve, fuiste un ejemplo del bien ingenuo ahogado por la atrocidad de la bestia.


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