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Que faena la jubilación.


JUBILAR:

Dispensar a alguien, por razón de su edad o decrepitud,

de ejercicios o cuidados que practicaba o incumbían.

col. Desechar algo por inútil.

El presidente del estado español se encontraba reunido en la Subdelegación del Gobierno de Las Palmas, en la isla de Gran Canaria. Se trataba de una reunión de carácter secreto y no debía durar más de una noche, ya que cabía la posibilidad de que la noticia se filtrada a la prensa. El día 4 de Diciembre de 2028 se trasladaron hasta el edificio tanto él como los invitados, de una forma poco llamativa; siempre teniendo en cuenta que se trataba de figuras populares. No todos llegaron al edificio al mismo tiempo. No todos se encontraban en lugares cercanos o tenían la posibilidad de dejar lo que estuvieran haciendo y subir a un avión.

El caso es que, fuera como fuese, en aquella sala se encontraban: El presidente de España y los ministros de: Economía y Hacienda, Defensa, Sanidad, Trabajo y Asuntos Sociales y el de Asuntos Exteriores. Se hallaban todos sentados a una gran mesa de madera y delante de cada uno de ellos se encontraban: unos folios, un bolígrafo, un vaso de agua y un revólver del calibre .38. Cuando hubieron entrado todos alguien cerró la puerta con llave desde fuera. Hubo quien tanteó el revólver para descartar que fuera una imitación. Los curiosos descubrieron que sólo contenía una bala en su tambor. Y mientras se sucedían todo tipo de miradas y algunos comentarios entre los presentes, fue el presidente: el señor Juan Lorenzo Rojo Zayas quien pidiendo silencio comenzó a exponer el motivo por el que les había hecho llamar.

Señores ministros – comenzó el señor presidente – les he hecho llamar con tanta premura por una razón de gran trascendencia. Pero antes de nombrar el motivo de tanta urgencia, debo aclararles que no han sido convocados todos los ministros porque no es necesario que se divulgue el problema en cuestión. Si he de ser sincero, el secreto es de suma importancia.

¡Díganos de qué se trata señor presidente! – exigió el señor Olegario San Ginés Barba, ministro de Economía y Hacienda.

Les he convocado – comenzó el presidente no teniendo en cuenta la salida de tono del ministro – porque debemos decidir si continuar con la jubilación o cancelar el proyecto para siempre…

¡¡¡ Pero eso es impensable!!! – Gritaron todos los ministros presentes mientras se miraban entre sí buscando la aprobación en el otro.

Déjenme explicar el por qué de esta reflexión y esta urgencia. Seguramente ustedes no han meditado suficiente sobre la cuestión en sí.

El señor Agustín Mentado Mayor, ministro de Sanidad hizo ademán de querer realizar un comentario, pero el señor presidente le hizo un gesto con la mano para que le permitiera finalizar su alegación.

Como bien saben, hace aproximadamente quince años, pusimos en marcha un proyecto para eliminar el problema de la jubilación. Decidimos que la única manera de conseguir que una persona no productora pero si consumidora fuera rentable al estado, o por lo menos no fuera improductivo, era eliminarlo. Pasamos muchos meses rumiando la forma de llevar a cabo tan descabellado fin. Tras más de ocho meses de rompernos la cabeza, a uno de nosotros, concretamente al señor Humberto Ruíz Gallardo, ministro de Defensa, dio con la solución. LA CRIOGENIZACIÓN. Congelar a los jubilados.

Estando los jubilados congelados no generarían tantas pérdidas ya que el coste de mantenimiento de sus cuerpos sería constante, y tal como descubrimos nada más poner en marcha el proyecto, no era demasiado alto.

El segundo problema al que nos enfrentamos, fue que dado el aumento constante de jubilados, las instalaciones debían crecer a un ritmo constante. Ese problema fue resuelto gracias a una idea facilitada por la señora Ángela Márquez Santana, ministra de Trabajo y Asuntos Sociales. Debíamos mantener un número constante de jubilados congelados. De esta manera los primeros jubilados fueron sustituidos por unos nuevos. Así no hubo que aumentar las instalaciones.

El último asunto que debía ser resuelto era acallar las protestas de ciertos grupos activistas europeos y de algunos países extranjeros que no veían con buenos ojos nuestra política de jubilación. Aunque yo siempre he creído que los que les pasaba era que envidiaban nuestra riqueza recién adquirida. De todos modos, una vez más fue un ministro de mi gabinete, el señor Marcelo Yuste Henríquez, ministro de Asuntos Exteriores, el que dio con la solución. Vendió tan bien nuestro plan de jubilación que hoy en día hay países que han copiado nuestro sistema.

Todo lo que ha dicho ya lo sabíamos. ¿Cuál es el problema? – Inquirió el señor San Ginés.

Está bien. La verdad es que el tiempo no nos sobra y hemos de encontrar una solución antes de mañana. Como todos ustedes sabrán, nosotros no estamos exentos de cumplir años… - el señor presidente dejó que la idea anidase en la mente de los allí reunidos.- Y como todos sabrán cuando cumplamos los sesenta años seremos criogenizados…

Las caras de los presentes cambió, ahora demostraban la preocupación que invadía al señor presidente. Se intercambiaron miradas sin pronunciar palabra. El señor presidente continuó:

Si mis cálculos no fallan, todos habremos cumplido los sesenta en uno o dos años. No sólo les he reunido aquí porque fueran ustedes los que hicieron posible que este proyecto viera la luz. También están aquí porque si no encontramos una salida, seremos víctimas de nuestro proyecto. Yo todavía tengo pensadillas recordando a aquel primer jubilado que sacaron de la cámara para poner otro en su lugar. Todavía recuerdo lo que le hicieron mientras se descongelaba. Aquellos ojos me perseguirán el resto de mi vida.

Bien, entonces si no he entendido mal - comenzó a decir la señora Márquez – debemos decidir si dar por concluido el proyecto o encontrar una forma de excluirnos de él.

A grandes rasgos esa es la cuestión.

Todos sabemos – intervino el señor Mentado – que no podemos devolver a esos viejos a la sociedad. No sólo por la repercusión económica – dijo mirando al señor San Ginés -, sino también por las repercusiones sociales – dirigió la mirada a la señora Márquez -. Los españoles de hoy no saben lo que significa ser anciano y cuanto menos convivir con uno. No serían capaces de soportarlo. Se ha conseguido un equilibrio entre el trabajo y el ocio. Todos los españoles son felices – enunció mirando al señor Mentado -. Si descongeláramos a los jubilados, aunque fuera por etapas, el desequilibrio que produciría en la sociedad española sería tal que hundiría el país. Claro que no hay que olvidar que nuestro proyecto ha sido implantado en otros países, y las repercusiones a nivel internacional de tamaño fracaso serían catastróficas. Creo sinceramente que las cosas deben seguir como están y que debemos respetar las normas que nosotros mismos establecimos. Aunque ello signifique colocarnos la soga al cuello.

Agustín Mentado dejó caer su cuerpo pesadamente sobre el asiento, habiendo expuesto todas las razones por las que no podían escapar de su propio cepo. El señor Humberto Ruíz se levantó, saludó al presidente y a los presentes para decir:

Yo por mi parte creo que existe una posibilidad de que el problema no nos salpique – las miradas de todos los reunidos se posaron en su figura y esperaron con ansia la idea que iba a proponer -. Si consiguiéramos que las centrales de criogenización fallasen, podríamos demostrar que no son viables sin tener que justificar nada a nadie. Se podría producir un fallo en algún suministro, lo que hay que intentar es que el fallo no sea humano…

El señor Ruíz se dio cuenta que los presentes habían perdido interés en su discurso.

Humberto – le respondió el señor Rojo – las centrales de criogenización se automatizaron hace años…

Ya pero el sistema puede fallar. Ese no sería un fallo humano.

Las máquinas no se equivocan. Los países que hayan implantado el sistema pedirían una auditoría – aclaró el señor Rojo – para saber qué fallo fue el causante del desastre. Eso sólo nos traería problemas. Me temo que no tenemos alternativa.

¿es por eso que nos has encerrado aquí? – Preguntó el señor Ruíz desafiante.

Tú ya sabías que no había salida, que tendríamos que acatar las normas.- La señora Márquez escupió toda su desesperación y odio junto con estas palabras.

Mandé cerrar la puerta con llave para que no saliera nadie corriendo a la primera de cambio. Os ofrezco dos salidas: podéis acatar las normas que impusimos o bien pueden utilizar el revólver que tienen frente a ustedes.

El presidente se sentó en su silla. Miró a los reunidos y con la parsimonia que da el saber que no queda nada por hacer, asió el revólver que tenía en frente. Apoyó el cañón del mismo en su barbilla apuntando a su cráneo y disparó sin vacilar. Lo mismo hicieron los ministros allí reunidos.


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