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Muchedumbre


Todos estuvieron de acuerdo en que la tragedia se exacerbó con saña brutal sobre Fermín. El accidente lo dejó sin poder ver y sin poder oír. Para sorpresa de todos, Fermín no pareció caer presa de la apatía, la astenia o la depresión. Como una maceta olvidada por todos, tomaba el sol en el balcón del sanatorio con una sonrisa cargada de beatitud y satisfacción. Aprendió con rapidez el lenguaje dactilológico de los sordociegos, aunque lo usaba con parquedad. A las preguntas del personal sanitario sobre el motivo de su sonrisa campante e indeleble, Fermín se limitaba a contestar: «Aquí sólo hay oscuridad y silencio. Es un lugar maravilloso».

Un buen día, la sonrisa se borró del rostro de Fermín. Fue entonces la cuidadora de ese día quien sonrió con malicia. Movida más por la tirria y el hartazgo que por el odio y la venganza, la mujer le preguntó si ya se había cansado de estar en su lugar maravilloso. «No, pero no me había dado cuenta hasta ahora de que está lleno de gente», contestó Fermín moviendo los dedos. No volvieron a preguntarle.


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