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Nueva Palmira


Al despuntar el día, Clark enterró al neocorporativo en Hellas Planitia. Tenía la certeza de que en aquel páramo marciano sin ley ni dueño, nadie encontraría el cuerpo. Sin embargo, a pesar de su pericia en esas labores, aquella vez se encontraba inseguro de proseguir en un trabajo que él siempre consideró pernicioso. Limpió el arma láser con prolijidad y guardó la pala en el maletero. En seguida, Clark condujo su sedán aerodeslizante por desfiladeros gigantes, quebradas y otras formaciones provocadas por las incesantes tormentas de arena. A lo lejos, después de tres horas de viaje, atisbó los primeros letreros holográficos de Nueva Palmira. En Nueva Palmira, las calles siempre eran invadidas por vehículos eléctricos y tranvías atestados de inmigrantes terrícolas. En las aceras circulaban personas de razas disímiles con trajes aeroespaciales; los policías, por su parte, eran en su mayoría androides que siempre acosaban a los vagabundos que pedían limosna con tristes actos de marionetas. En ciertos grafitis, pintados en los muros de pretéritas bibliotecas en desuso, resaltaban las mofas contra los neocorporativos. Cuando Clark sorteaba el ingente tráfico, la pantalla del panel de su vehículo comenzó a parpadear. Luego de ver que era Laínez, presionó un botón del manubrio para aceptar la llamada. Laínez se hallaba inmerso en un cuarto oscuro, en el que apenas podían adivinarse sombras movedizas. Con voz estertórea, felicitó a Clark por el trabajo realizado. “La paga es de quince mil criptodólares. Te llamaré en los próximos días”. Sin esperar respuesta, Laínez cortó la comunicación de manera abrupta. Después de salir del distrito central, Clark prendió la radio y escuchó las habituales noticias sobre los neocorporativos. Supo que este grupo de personas, reunidos en el ayuntamiento principal, había decidido expulsar a miles de inmigrantes sin papeles, en su mayoría personas que habían gastado sus ahorros para irse de la Tierra y trabajar en Nueva Palmira. Antes de apagar la radio, escuchó una noticia sobre Laínez. Laínez -reconocido empresario de alimentos transgénicos y activista en derechos de migrantes, de acuerdo al bot informativo- se encontraba implicado en la desaparición de un neocoporativo y era buscado intensamente por la policía. Clark estacionó el sedán en un barrio de pubs y, después de tomar unos tragos en un bar atendido por robots de segunda mano, prosiguió su viaje hasta el edificio de doscientos pisos en el que residía desde hacía meses. Ya en el departamento, situado en el piso ciento ocho, preparó la dosis de mefedrona y la inyectó en su brazo izquierdo. Luego, ya más aliviado, salió a la terraza y avistó los drones de vigilancia que sobrevolaban los rascacielos de la ciudad. No se asustó cuando Danielle lo abrazó de improviso, preguntándole que había hecho durante el día. Oficialmente, Clark era vendedor de insumos pertenecientes a una cadena farmacéutica de expatriados hindúes. Clark se encontraba habituado a esas apariciones inesperadas: Danielle vivía en Ray, una ciudad situada a mil kilómetros de distancia. Gracias al reproductor virtual, podía tocarla e incluso, sentir su aroma. Después de los escarceos amorosos en la cama tornasolada, se quedaban mirando el techo y conversaban de sus planes futuros. A pesar de que en aquellos años era una formalidad retrógrada, pensaban en el matrimonio. Los ojos de Danielle se iluminaron cuando Clark le prometió que se casarían en una fecha cercana. A la mañana siguiente, Clark se puso una chaqueta translúcida, sacó su pistola láser de la cómoda y la guardó en un bolsillo de su pantalón policromo. Condujo hacia el barrio de las antigüedades, en la periferia de la ciudad. Allí, en una pequeña tienda atendida por una vietnamita, compró un anillo de compromiso. Antes de salir de la tienda, Clark observó los aparatos de radio, teléfonos celulares y microondas, verdaderos artilugios fabricados en la Tierra. Mientras encendía el vehículo, la pantalla del panel se activó. Era Laínez, quien una vez más, no dejaba ver su rostro. En ese instante, la voz de Laínez pareció estremecerlo cuando escuchó el nombre del siguiente neocorporativo: Cody, su hermano mayor, a quien no veía desde hacía un lustro. Al escuchar el nombre, Clark titubeó en su respuesta, y Laínez, que sabía a la perfección del parentesco, rio despiadadamente. Esta vez, el pago era de cien mil criptodólares. “Quiero probar tu lealtad” dijo, fríamente. Clark sabía que con el dineral ofrecido por Laínez podría vivir una vida placentera con Danielle, sin apuros económicos. Con ese pensamiento, manejó hacia el distrito financiero. Allí, sólo podían verse automóviles lujosos, reflejados en edificios perfectos, sin rayado alguno. En las terrazas de restoranes exclusivos, un conjunto variopinto de neocoporativos engullían los últimos platos de moda. Gracias a un software de GPS individualizado -concedido por Laínez, programa que contenía datos personales de cada ciudadano de Nueva Palmira-, Clark encontró con facilidad a Cody. Desde el sedán, pudo ver que su hermano departía con otros hombres similares a él: sujetos embotados por el éxito, inmersos en los más alto del escalafón social. Después de algunos minutos de indecisión, Clark decidió pulsar el teclado telefónico del panel. Cody contestó su auricular y, al saber que era su hermano, pareció alegrarse de escucharlo. Clark le expresó, con cierta tribulación simulada, que deseaba hacer las paces definitivas con él. “Siempre esperé este momento”, replicó Cody. Conminándolo a que se aproximara al sedán, Clark abrió la puerta automática y saludó a su hermano, con un regocijo inusitado en él. En seguida, lo instó a dar una vuelta en el vehículo y Cody aceptó la propuesta. Para Clark, el dialogo afable con su hermano hizo que un torbellino de recuerdos positivos reflotara en su cabeza. Sin embargo, recordó el dinero que estaba en juego. Cuando pasaron frente al instituto secundario en el que estudiaron -un inmueble abandonado, reducido a cenizas-, Cody recordó el momento exacto sobre como la relación entre ambos fue enfriándose con el tiempo. De improviso, Clark sacó rápidamente la pistola láser del pantalón y golpeó la cabeza de su hermano con el arma, dejándolo inconsciente. Clark supuso que el cuerpo inerte de su hermano se destacaba en exceso y podía ser fácilmente visible. Sin perder el tiempo, recorrió pasajes y atajos en barrios marginales con nula presencia policial. Luego de minutos de conducción exaltada, por fin salió del radio urbano de Nueva Palmira. Encendió la radio para relajarse, mientas viajaba por una carretera solitaria, hacia Hellas Planitia. Llegó a destino, en menos tiempo de lo que él suponía. Abrió el maletero, tomó la pala y de inmediato, transportó el cuerpo de su hermano. Cody se le hizo demasiado pesado, casi intransportable. Antes de enterrar el cuerpo con aquella tierra áspera y calurosa, prestó atención a la mirada apacible de su hermano. A continuación, lo ultimó con un disparo en la cabeza. Salió de Hellas Planitia cuanto antes y, aunque quiso contenerse, las lágrimas se asomaron a sus ojos. Cuando se alejaba de Hellas Planitia, Laínez lo llamó para saber si había cumplido con la misión. “Sin novedad”, dijo Clark, pero esta vez, le informó que renunciaba. Que le importaba un carajo su dinero. Bajo el techo oxidado de una cafetería desmantelada, a un costado de la carretera, estacionó el sedán para utilizar la grabadora del panel. Mientras contemplaba las dunas desérticas, registró, con voz atribulada, una suerte de testamento. Clark sabía lo que se le venía en Nueva Palmira.


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