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Violetas


Ni el propio Asimov podría haber imaginado que el destino de La Tierra fuera a depender de una flor tan simple, aunque bonita, como la violeta.

Ya habían pasado treinta largos años desde la ocupación de los Bluaola, esos altos y afilados seres azules, rojos y morados. La Tierra se vio incapaz de defenderse y los gobiernos acabaron aceptando sus exigencias. Y ahora todo el planeta cultiva miles y millones de flores, frutos y plantas para ellos. Ya no hay actores, no hay poetas, no hay jefes. Únicamente hay agricultores y jardineros.

El campo del que soy encargado, de una extensión de cuarenta hectáreas, se ocupa de producir las violetas de la región. Ignoro porque las necesitan. Un viejo amigo, hace ya muchos años, tenía la teoría de que necesitan las antocianinas y cianidinas de estas flores para sobrevivir. Como protección contra la luz ultravioleta (de ahí también sus curiosos colores de piel), como alimento, con fines terapéuticos, incluso con fines culturales. Creía, y resultó ser cierto, que en su planeta natal toda su vida giraba en torno a unas plantas similares. Pero la temperatura cambió a una mucho más gélida y las flores morían. Encontraron nuestro planeta, con nuestro cálido clima, como idóneo para ser su granja privada. Y ahora el mundo entero se tiñó de colores rojizos, púrpuras y marfiles.

Cada mañana me asomo a la ventana y el color violeta ocupa hasta donde alcanza la vista. Echo de menos los campos verdes. Incluso parece que el mar y el cielo no son tan azules como antes y han adquirido un tono rosáceo. Tal vez solo sea la resaca de mi cansada vista, tal vez realmente los nuevos colores del campo se ven reflejados, tal vez solo sea mi imaginación. Pero aquel día el cielo no era ni azul ni rosa. Era de un terrible gris oscuro, como mirar a los ojos de los bluaolas. La peor tormenta en años estaba ya encima de mi cabeza y la del resto de trabajadores. Aunque estos ya habían huido a esconderse porque sabían lo que ocurriría después del temporal, ya que había decidido no preparar la cosecha para semejantes condiciones y todas las violetas se echarían a perder bajo la fuerza de ríos de lluvia y vientos huracanados.

Y comenzó la tormenta. Primero unas tímidas gotas golpeaban mi ventana. A los pocos segundos toda una cortina de agua sacudía con violencia todo el caserío. El suelo bajo mis pies temblaba ante la intensidad de los rayos y truenos. Algunas ventanas cedieron por la fuerza del viento, pero me daba igual, sabía que después de que pasara la tormenta desaparecería de la faz de La Tierra. Con la chimenea encendida y mantas sobre mi cuerpo observé todo el destrozo provocado por el temporal. Y por un momento dudé en que fuera a ser castigado por ellos, porque estaba seguro de que aunque hubiera preparado defensas necesarias para tal exhibición de fuerza natural, la cosecha se habría echado a perder igualmente. Y los bluaolas entenderían que no pude hacer nada y me perdonarían. Pero no, eso no iba a pasar.

La tormenta duró toda la noche y toda la noche estuve despierto, observando, disfrutando cada minuto. Hasta me aventuré a dejar mi cálida habitación para gritar bajo la lluvia. A los pocos minutos de haber terminado el temporal una nave aterrizó sobre los restos de mi campo. Yo ya estaba esperando y sin ningún tipo de floritura entré.

Y ahora me encuentro en una de sus habitaciones, inquietantemente preparada para humanos, esperando mi destino como una de sus mascotas, o trofeos. Sinceramente no me importa ya. Prefiero la aventura de lo desconocido antes que la monotonía de la granja y las violetas. Y estoy seguro de que Asimov habría hecho lo mismo.


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