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Relato corto de lectores: 'Marty'


Parque Arqueológico de Atapuerca, Burgos, España. El aforo de la sala escogida en el Centro de Recepción de Visitantes, moderno y rectilíneo edificio de dos alturas, para celebrar la rueda de prensa, había sido cubierto con creces: más de un centenar de periodistas venidos de todo el mundo ansiaban su comienzo. A pesar de la escueta y misteriosa convocatoria que los había traído hasta allí, sus respectivos medios, seducidos por el inagotable tesoro arqueológico de Atapuerca, no habían dudado ni un instante en admitirla. El repentino cese de conversaciones y la reubicación apresurada de informadores anticiparon la entrada sobre la tarima de un hombre de aspecto severo. Tras sentarse a la larga mesa allí dispuesta, comprobar el buen funcionamiento del sistema de megafonía e identificarse, el paleoantropólogo Ricardo Gracia entró en materia: –Antes de pasar a informarles del motivo por el que les hemos reunido, asegurarles previamente que todo cuanto voy a contarles ha sido verificado de manera inequívoca. No existe, por tanto, posibilidad alguna de error. «¿Y por qué esta advertencia?», se preguntarán. Porque, seguramente, como nos ha ocurrido a nosotros mismos, no van a creer casi ninguno, por no decir ninguno, de sus pormenores. Un eco de sorda expectación recorrió la sala. –Si bien ya habrán supuesto, y habrán supuesto bien, que tratándose de Atapuerca sólo podemos anunciar un nuevo hallazgo arqueológico, esta acertada sospecha es, no obstante, inexacta: no hemos hecho un descubrimiento,… sino dos. De manera casi paralela, y a cual de ellos más extraordinario. »Todo empieza en la llamada Sima de los Huesos, pozo de unos trece metros de profundidad excavado a su vez en el interior de Cueva Mayor-Cueva del Silo, complejo cárstico situado a doce kilómetros al este de la ciudad de Burgos. Sus sedimentos datan del Pleistoceno Medio, hace unos cuatrocientos mil años, y conservan una extraordinaria riqueza de restos humanos. Tanto es así, que desde 1984, año en que comenzó su excavación sistemática, se han encontrado más de seis mil quinientos fósiles humanos de la especie Homo heidelbergensis. »Aquí ha aparecido el esqueleto de un varón de unos treinta y cinco años de edad, íntegro y en magnífico estado de conservación. Pero la rareza del asunto no viene referida sólo al hecho de su hallazgo, que también, sino a su mera presencia en el lugar, a sus características anatómicas y al objeto que lo acompaña. »El sujeto, ya bautizado como «Marty», pertenece, atención, a la especie Homo sapiens , la de ustedes y mía, la del hombre moderno, y su existencia en la Sima de los Huesos es, sencillamente, incongruente. ¿Por qué? Porque los Homo sapiens son, somos, una especie posterior a la del Homo heidelbergensis . Literalmente, ¡Marty aún no existía en el Pleistoceno Medio! Un murmullo, ahora de escepticismo, llenó el aire. –En cuanto a sus características anatómicas, decirles que la mandíbula inferior de Marty presenta un molar y un incisivo artificiales. Y cuando digo «artificiales», quiero decir fabricados industrialmente e implantados, además, con una cirugía tan avanzada, al menos, como la actual. El estupor, ya libre de disimulos, invadió a los presentes. El profesor Gracia esperó unos momentos, comprensivo, antes de seguir. –Y el tercer elemento al que hacía referencia, el objeto, es otra prótesis: un complejísimo pie… biónico… todavía no diseñado. –¡¿De qué habla?! ¡¿Un sapiens muerto antes de nacer, intervenido, deduzco,… en una clínica dental?! ¡¿Y con un pie… biónico… fantástico?! –estalló un periodista. –Ya les advertí que no lo creerían… –¡¿Insinúa que ese individuo sometido a una «cirugía tan avanzada, al menos, como la actual» y su «complejísimo pie biónico», ahora inexistente, viajaron en el tiempo desde nuestro futuro hasta aquel pasado remoto?! –¡Claro! –secundó un tercero, burlón–. ¡Por eso lo llaman «Marty»: por Marty McFly, el personaje de Michael J. Fox en Regreso al futuro! Superado el límite aceptable de la credibilidad, el auditorio estalló en una sonora carcajada. Ricardo Gracia suspiró, estoico: –Por absurdo que pueda parecerles, lo insinúo y lo afirmo. Ese viaje en el tiempo será, es y ha sido real: desde un espacio y un tiempo futuros aún desconocidos, hasta aquí, hasta la Sierra de Atapuerca en algún momento, como les decía, de los últimos cuatrocientos mil años. El semblante serio y la rotundidad del profesor evaporaron de inmediato el ambiente jocoso. –Y antes de que lo pregunten, ya les confirmo que sí: Marty utilizó una máquina para desplazarse a lo largo del continuo espacio-tiempo. Ese es, precisamente, el segundo «tesoro» descubierto, por así decirlo. La estupefacción generalizada abrió los ojos presentes como platos. –Fuera aguardan dos autobuses. Si son tan amables de seguirme, les llevaremos hasta el lugar en el que se detuvo ese… DeLorean . El paleoantropólogo bajó de la tarima, siguió por el pasillo central y abandonó el salón con la misma parsimonia con la que había llegado. Tras un instante de asombrada incertidumbre, el grupo de reporteros cargó sus numerosas pantallas y teleobjetivos antes de agolparse en la puerta. Sierra de Atapuerca, Burgos, España. Los dos autocares se detuvieron ante la caseta de atención al público, modesto inmueble bajo una enorme cubierta rectangular sustentada por andamios. Tras este acceso, y al otro lado de una verja protectora, se extendía la Trinchera del Ferrocarril, arqueada brecha de más de quinientos metros de longitud y otros veinte de profundidad abierta quince kilómetros al este de la capital burgalesa, entre los municipio de Ibeas de Juarros y Atapuerca. El origen de la Trinchera se remontaba al final del siglo XIX, cuando el emprendedor británico Richard Preece Williams creó la «Sierra Company Limited», empresa ferroviaria destinada a transportar el carbón y el hierro extraídos en la Sierra de la Demanda hasta las siderurgias vascas. Mister Preece modificó el trazado inicial de la vía (Burgos-Bilbao) derivándolo hacia las cumbres que finalmente acabaría dinamitando: las de Atapuerca. Disipado el polvo de las explosiones, salieron a la luz los tres yacimientos arqueológicos que, a partir de entonces, jalonarían la extensión de la formidable hendidura. Superada la caseta, y cubiertos con gorros de baño (cautela contra la contaminación orgánica del lugar) y cascos de obra, el numeroso grupo precedido por el profesor Gracia se adentró en el cañón que describía la Trinchera del Ferrocarril. Alguien, sobrecogido por la altura de las paredes y su naturaleza prehistórica, mencionó la descomunal entrada a Parque Jurásico. –Señoras y señores, nuestro destino se encuentra al final de la Trinchera, frente al tercero de sus tres yacimientos: Gran Dolina –informó Gracia mientras avanzaban –. Previamente, ya lo tenemos a la vista, pasaremos ante la Sima del Elefante y, unos metros más allá, ante Galería. Sendas cubiertas también sostenidas por andamios, gemelas de la ya superada, cubrían el cielo de la pared derecha. ¬–Para que se hagan una idea de su importancia, sepan que, de modo general, la antigüedad de los yacimientos supera el millón de años, y en ellos se han encontrado restos pertenecientes a tres especies humanas: Homo antecessor, Homo heidelbergensis y Homo sapiens. »Obviamente, podría decirles muchas más cosas. Pero considerando el motivo que nos acerca a la Trinchera, podemos dejar esos comentarios, si no les importa, para mejor ocasión. Al fin y al cabo, no todos los días se tiene la posibilidad de vivir un momento histórico. El profesor había acelerado el paso considerablemente, y la nube de periodistas se esforzaba para seguirlo. Rebasada ya la Sima de los Elefantes, y también sobre el lado derecho del enorme corredor, apareció una tercera cubierta rectangular apenas cincuenta metros después de la correspondiente a Galería: era Gran Dolina. Abajo, frente a ellos, apareció un reducido e insospechado grupo: dos mujeres y un hombre seguían, absortos, los datos ofrecidos por las pantallas de un seudomilitar puesto de observación. Otros dos verificaban la cobertura de sus respectivos manos libres antes de aislarse con sendos monos anticontagio. Los periodistas esgrimieron, de manera casi instintiva, la débil defensa de sus objetivos. –¿Quiénes son? –¿Qué ocurre? –Han venido a abrir… el DeLorean –informó Gracia, irónico. Muchos buscaron en el entorno. –¿Dónde está? –No creo que ninguno de estos aparatos… –¡Señoras y señores –comenzó el profesor, histriónico–, ante ustedes, y ante el mundo, la máquina del tiempo utilizada por el primer crononauta en la historia de la Humanidad! ¡Aquí, en Atapuerca! –Su dedo acusador apuntó a la parte alta del yacimiento. De la pared vertical, primigenio pastel de sedimentos rocosos, sobresalía una abollada y sucia semiesfera de indeterminado color claro. Su diámetro rondaba, aproximadamente, los dos metros, y en su superficie se entreveía el perfil de una posible escotilla. Ningún nombre o signo manifiesto que delatara su lugar y tiempo de origen. Decenas de exclamaciones, más o menos censurables, anticiparon la inmortalización mediática del extraordinario vehículo. –Como pueden observar, se encuentra alojada en el penúltimo estrato de Gran Dolina, el TD10 , estrato que se corresponde con el período geológico de la Sima de los Huesos, hoyo éste, todo sea dicho, del que estamos, aproximadamente, a un escaso kilómetro de distancia. Eso significa que Marty no llegó muy lejos en su exploración del mundo prehistórico. Y si consideramos, además, que los heidelbergensis utilizaban la Sima como depósito funerario, es bastante probable que Marty no llegara nada lejos. –¡Eh, empiezan a subir! –advirtió alguien. Así era: pertrechados con diversos ingenios, los dos hombres embutidos en sendos trajes anticontaminación ascendían el primer tramo de peldaños que llevaban hasta la esfera. El profesor Gracia corrió a situarse tras los técnicos que atendían los equipos electrónicos. La nube de corresponsales hizo lo propio. Además de una retahíla continua de magnitudes aparentemente incomprensibles, las pantallas ofrecían, desde diferentes ángulos, otros tantos puntos de vista de la misma escena. Algunos intentaron situar la ubicación de las cámaras. Los dos hombres se detuvieron en el último trecho de escaleras: midieron el entorno, y la propia nave, con varios dispositivos. «No se registra actividad radiológica. Procedemos a la apertura», se oyó, al cabo, en el concurrido asentamiento. El gentío enmudeció. Arriba, sobre el andamio, empezaron a manipular la superficie curva en un punto estratégico. Minutos después, desechado por inútil el método seguido, ambos optaron por la contundencia: mientras uno empuñaba una extraña lanza conectada a una bombona de oxígeno por uno de sus extremos, el otro prendía el extremo libre de aquélla y la convertía, literalmente, en eso, en una lanza térmica. Ningún metal, ya fuese de caja fuerte o de máquina del tiempo, estaban seguros, sería capaz de soportar, como mínimo, tres mil quinientos grados centígrados sin derretirse. Y así fue: «Misión cumplida». La escueta frase, nítidas sílabas tras el sordo chisporroteo de la fusión, estrechó el agolpamiento de periodistas sobre los monitores. La punta de un destornillador, parecía, se introdujo en el perfil cóncavo labrado en la superficie de la nave. Acto seguido, ésta, forzada por los dos cerrajeros, se abrió hacia fuera: dentro, encastrado en la sección curva, un asiento anatómico con arneses. Los hombres se asomaron a la negrura de la burbuja, a su aire enrarecido por una clausura milenaria. «¡Dios santo!». –¡¿Qué ocurre?! –exclamó, ansioso, Gracia al manos libres, al oído, de uno de los técnicos. «¡Hay… hay… huesos!». «¡Sí, es un esqueleto!». –¡¡No toquen nada!! Abriéndose paso a codazos, el profesor corrió hacia el andamio y empezó a subir los escalones de dos en dos. Sin encomendarse a nadie, un primer reportero, cámara al hombro, fue tras él. Y un segundo. Y un tercero. Y… Sin reparar siquiera en su falta de traje aislante ni en la posible presencia de primitivos y, tal vez, nocivos agentes patógenos, aquél se asomó, asfixiado por la empinada subida, al interior de la esfera. El tropel se detuvo (afortunadamente para el equilibrio de la estructura que lo soportaba) tras él, expectante. Gracia se volvió exhibiendo… …un cráneo. –¡¡Marty no viajaba solo!! –¡P, pero…! La calavera parecía, cuando menos, atípica. Poseía un rostro plano con arcos supraciliares, mejillas marcadas, gran abertura nasal, mandíbulas salientes… –¡¿No lo ven?! ¡No es ningún acompañante!. ¡¡Es un Homo heidelbergensis!! Quizá Marty dejó la esfera abierta, el espécimen entró a curiosear, quedó atrapado y ya no supo salir. Y como el vehículo es hermético, no sólo ha quedado su esqueleto, evidentemente sin fosilizar, sino también el resto de su masa orgánica. Reducida, eso sí, a un poso marchito y viejísimo por la acción de las bacterias y el paso del tiempo, pero masa orgánica al fin y al cabo. –Disculpe, señor… –pidió una mujer de rasgos orientales–. Eso quiere decir, si no me equivoco, que es posible extraer ADN. –Si, claro. A pesar, como digo, del transcurso de los milenios. De hecho, hemos logrado secuenciar el genoma completo de un oso que vivió en esta misma sierra hace cuatrocientos mil años. La mujer sonrió, entusiasmada: –O sea: técnicamente sería posible clonarlos a ambos y crear un parque jurásico, como el de la película, lleno de hombres y osos prehistóricos. Soslayando los matices éticos y morales, la idea, fascinante en sí misma, enmudeció al paleoantropólogo Ricardo Gracia. Aldeanueva del Castillo, Alicante, España. El hombre miraba el televisor sin dar crédito a sus sentidos: «…en plena Sierra de Atapuerca. Al parecer, y por increíble que pueda resultar, el extraordinario artilugio habría llegado aquí hace miles de años. Sí, han escuchado bien: hace miles de años. Por otra parte,…». De súbito, la puerta exterior de la vivienda se abrió: «¡Ya estamos en casa!», anunció una voz femenina. «¡Sí, ya estamos en casa!», coreó otra, infantil. Los pasos de ambos, mujer y niño, precedieron su entrada en el salón. –¡Hola, papá! –saludó el pequeño, alegre. Cojeaba. –¡Hola, campeón! ¿Qué tal en el cole? –¡Guay: he sacado otra matrícula en «mates»! ¿Y tú qué ves? –No estoy seguro de saberlo… –La noticia de Atapuerca, supongo –terció la mujer –. No se habla de otra cosa. –No puede ser cierto. Seguro que el numerito forma parte de alguna campaña publicitaria. O de una broma como aquella de Orson Welles, el director de cine, en los años treinta, cuando retransmitió una supuesta invasión alienígena por la radio . –Eso creía yo también, pero parece que la cosa va en serio: hay declaraciones de las autoridades confirmando el triple descubrimiento. –¡Mi nave! –interrumpió el niño señalando el televisor–. ¡¡Es mi nave, mamá!! –¿Qué nave? –¡Mi nave del tiempo! ¡La dibujé la semana pasada en plástica! –Será parecida, cariño. –¡No! ¡Es esa! ¡La mía! –Bueno, bueno… Sólo hay una forma de averiguarlo –intervino el hombre, conciliador –. Enséñanos tu dibujo. –¡Voy a buscarlo! –decidió aquél saliendo a toda prisa, renqueante. –¡No corras! –censuró la mujer, inquieta. El niño regresó poco después, con su bloc. –¡Aquí está! La hoja mostraba una esfera blanca cuyo cuadrante superior derecho había sido señalado a modo de parabrisas. Tras éste, un sonriente piloto. En el lado opuesto, una compuerta con picaporte. Líneas cinéticas horizontales expresaban el avance e ineludible choque del artefacto contra un gigantesco cronómetro. –¡¿Lo veis?! ¡Es mi nave! ¡Cuando sea mayor, inventaré una para viajar en el tiempo hasta la prehistoria y ver los dinosaurios en persona! Ambos adultos se miraron, sorprendidos por la... …¿coincidencia?


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