Esa noche conseguí escabullirme del comedor antes de que me vieran los enfermeros. No pretendía hacer nada malo; desde que estoy en este lugar se han alejado de mi mente las turbias nebulosas que, puntualmente, antes de ir a dormir, asolaban mi mente tiempo atrás. Cada día menos disperso, cada día más claro. No dejo de repetir una y otra vez desde que comencé a despertarme en esta cama fría y rematadamente blanca. Tras burlar a los múltiples guardias (aunque no nos dejan llamarlos de ese modo) agolpados en las puertas de entrada, conseguí cruzar de puntillas el largo corredor, topándome con el espejo enorme que está colocado en la entrada de la estancia. Fue imposible no quedarme hechizado en la proyección de mi propio reflejo. Hacía mucho que no me contemplaba y ni siquiera me reconocí en esos ojos hundidos y azules. Unos cuantos cabellos se deslizaban sobre mis pálidas sienes; no recordaba el momento en que había comenzado a perder pelo. No obstante, mi pelirroja y frondosa barba me otorgaba un aire galante y noble. Realmente mi barba siempre ha sido un orgullo para mí, casi como una muestra de mi virilidad. Hasta ese momento no me había percatado de mi enjutez; mi cuerpo apenas conseguía llenar los ropajes que me obligaron a ponerme el día en que llegué, meses atrás. De repente, escuché un ruido y salí de mi ensimismamiento. Lo cierto es que desde hace un tiempo vivo más dentro de mí que fuera. No me gusta lo que veo alrededor y aislarme es lo único que me ofrece algo de alivio entre tantas quimeras. Aceleré el paso y conseguí acceder a mi dormitorio. Cerré la puerta con el mayor de los cuidados y me encontré de bruces con ella. Aquella luz de nuevo. No deja de obsesionarme el paisaje que vislumbro por la diminuta ventana de mi cuarto y la forma en que la luz acaricia los cipreses. De hecho, no pude evitar contárselo a mi hermano Theo en las cartas que intercambiamos a menudo. Era ya junio. Recuerdo en aquel preciso instante una ligera brisa de verano que entró por el tragaluz hasta casi encharcar mis pulmones. Me puse frente a la ventana y contemplé cómo se extendían los Alpilles ante mí. Las estrellas y los olivos eran inmensos, casi se perdían en la línea del firmamento. El Ocaso lo inundaba todo y me atraía con sus hilos invisibles. Ni siquiera recuerdo el tiempo que estuve allí, de pie, mirando al horizonte; no parpadeé por miedo a que aquel oasis se esfumara ante mis ojos. Quería grabar a fuego cada detalle en mi cabeza por ínfimo que fuera, que no se escapara nada. Esa noche apenas pude dormir. Ni las tres noches siguientes. La imagen que vi a través de la cristalera me quemaba la retina. Necesitaba plasmarla, sacarla fuera de mí. A finales de esa semana pude transportar la evocadora escena que me perseguía. Tal y como siempre lo hacían, un lienzo y mis pinceles me sirvieron como alivio. Conseguí volcar aquella imagen de manera exacta a como la había vivido en el momento en que tuvo lugar. Cuando terminé mi trabajo no podía dejar de mirarlo. De hecho ni siquiera ahora puedo. Definitivamente lo había logrado. Las personas que viven conmigo en este recóndito lugar miran con extrañeza mi pintura, mi arte. Ni ellos me entienden a mí ni yo a ellos. Hace tiempo que dejé de recordar el motivo por el que vine a parar aquí y Theo cree que aún no estoy preparado para salir. Pronto se hará de día y he de volver a intentar conciliar el sueño, aunque nadie sabe que hace meses que vivo en una perenne vigilia. Continúo pensando en el título que pondré a mi pintura porque… El muchacho dio la vuelta con suma fascinación al viejo papel medio desbaratado y alcanzó a leer en una perfecta caligrafía de médico color escarlata Saint Paul of Mausole Monastery, Saint-Rémy-de-Provence. Poco se imaginaba aquel chico el incalculable valor del papel que sostenía entre sus sudorosas e inexpertas manos. Esa misma mañana su padre, un hispano que consiguió trabajo como guardia de seguridad del Museo de Arte Moderno de Nueva York hacía ya nueve años, lo avisó de que debía ir a ayudarlo al museo. La junta directiva de este pensó que era hora de una renovación estética en sus ilustres paredes y pretendía pintar parte de los muros en los que se encontraban colgados algunos de los lienzos más emblemáticos de la historia de la humanidad. Uno de ellos era La noche estrellada o De sterrennacht, como rezaba la placa en neerlandés original situada al lado. El padre del joven, aquejado de un fuerte dolor de espalda, había pedido a este que lo ayudara a transportar algunas de las obras a otro lugar, donde serían custodiadas mientras adecentaban las respectivas galerías. En esta tarea se encontraban inmersos cuando sonó estrepitosamente el walkie-talkie del hispano, avisando de una incidencia en la entrada del museo. -Panda de cretinos. Estos malditos yanquis…- se escuchó refunfuñar al padre tras vociferar al muchacho que se quedara allí sin tocar nada. El hijo, haciendo gala de su habitual desobediencia, volteó la tela —de unas proporciones no muy destacables— y la escudriñó con afán hasta que sus ojos detectaron una leve sombra deslizarse del interior del propio lienzo. Con el corazón casi desbocado, se agachó lentamente y cogió con manos temblorosas un pequeño papel doblado y amarillento, casi enmohecido. Apenas hubo terminado de leer aquellas líneas cuando escuchó en la lejanía un leve tintineo de pasos. Acto seguido, preso de una voluntad casi primitiva, dobló el papel y lo introdujo con cuidado en la minúscula abertura que exhibía el lienzo a un lado. El padre del muchacho, que seguía protestando para sí mismo, apareció por el umbral de la sala e instó a su hijo a que siguieran apresuradamente en su quehacer. El chico apenas pudo pronunciar palabra alguna durante toda la jornada y su rigidez —casi digna del más típico rigor mortis— no cesó ni cuando abandonaron el museo, bien entrada la noche. Padre e hijo llegaron a casa, donde les esperaba el resto de su numerosa familia para cenar. Por primera vez en mucho tiempo el chico apenas probó bocado y, a pesar de ello, su extraño comportamiento fue escasamente acusado por algún miembro de la familia. -Seguro que es cosa de la adolescencia, ¡a su edad todos estabais igual! – murmuraba el abuelo entre dientes (los pocos que aún le quedaban) mientras lo señalaba con la carcomida punta de su bastón de segunda mano. Cansado de las mofas y exhausto por el duro día de trabajo, el chico subió rápidamente las escaleras para evitar que alguien se percatara de su ausencia. Cruzó el pasillo con tanta premura que ni siquiera se acordó del enorme espejo colocado con desgana en un recoveco, como uno de tantos trastos inútiles agolpados en esa casa. Rechoncho, imberbe y con un aire de bobalicón permanente; fueron las palabras que pronunció en voz alta al verse reflejado, imitando a su propio padre días atrás. Ante el eco de su voz se dio la espalda a sí mismo y en dos zancadas alcanzó la entrada del dormitorio. Tras cerrar con cuidado la puerta que chirriaba desde hacía meses, se tumbó sobre la cama sin dejar de mirar por la ventana. El hecho de vivir en una zona suburbial le daba la oportunidad de poder contemplar el cielo sin cegarse ante la preocupante contaminación lumínica de la Gran Manzana. No pudo evitar sentir una fuerte sacudida en el estómago al levantar la cabeza y percibir la atenta mirada de millones de puntos brillantes flotando sobre él, casi llegando al borde de un síndrome de Stendhal; como si en ese preciso instante, en un momento casi místico, alguien hubiera comprendido por fin la grandeza que ostentaba Van Gogh tras esos ojos hundidos y azules. Súbitamente, a lo lejos, el estridente ruido de una sirena de policía lo devolvió de manera impetuosa a la realidad y explotó con violencia su burbuja. Dio una fuerte bocanada de aire, se giró y cerró los ojos. Al fin y al cabo, mañana sería otro día…