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Relato de fantasía : 'Alseide'


Estaban por todas partes como malas hierbas en un jardín descuidado. Aquí una valquiria de piel bronceada salpicada con pecas de clorofila; allí un ángel con pétalos de rosa por pelo; más allá una nínfula con labios de fresón. Era asqueroso. Álvaro se sorprendió mirando una venus rubia con ojos amarillos como margaritas. Una blusa la cubría apenas como lo haría una bruma. Envolvía con sus brazos a un hombrecillo peludo y fofo, peinado con cortinilla y con enormes manchas en los sobacos. El hombrecillo deslizó una mano por las caderas de la venus y la coló en la niebla. Álvaro vio el pecho con claridad, como una lágrima de leche, y el afilado pezón en la punta. La visión desapareció bajo la velluda mano del hombrecillo y Álvaro siguió su camino, avergonzado de haber tenido una erección.

Caminó las siguientes tres manzanas concentrado en no dejarse tentar. Cuando llegó a la casa Raúl le abrió la puerta. Vestía un traje burdeos planchado de forma impecable y sonreía como si hubiera olvidado todos los males del mundo. Álvaro entró en la casa y cuando estrechó la mano de su amigo notó el olor a flor de cerezo. Cenaron en abundancia y bien. Demasiado bien teniendo en cuenta que Raúl sólo entraba en la cocina a beber café.

¾¿Cuándo aprendiste a cocinar?

¾Por favor, Álvaro, yo no cocino. —Raúl sonrió y los dientes iluminaron todo el salón: los cuadros minimalistas, los sillones de cuero, la alfombra de piel, las tres macetas llenas de tierra y grandes como cubos de basura—. ¿Quieres postre? ¡Nena!

De la cocina salió una ninfa con un plato en cada mano; se movía como si bailara en honor de un Dios pagano. Tenía la clase de cuerpo que debes mirar dos veces para convencerte de que es real. El pelo blanco emitía reflejos dorados y flotaba sobre los hombros plateados. Los ojos brillaban como la luna en verano y los labios eran cerezas maduras. Cuando la ninfa colocó los postres, el aroma de la flor de cerezo inundó los pulmones de Álvaro hasta asfixiarlo. La ninfa desapareció con la misma gracia con la que entró y en su ausencia el eco de su belleza permaneció en el salón.

—No pensé que...

—¿Qué soy un besa-árboles? —dijo Raúl—. Siempre fuiste un puritano, amigo mío.

—¿Qué quieres decir?

—Qué tienes la cabeza llena de pamplinas, cojones.

Álvaro miró el flan, una masa tersa y clara envuelta en reluciente caramelo.

—Los valores morales no son pamplinas. Yo creo...

—En la rectitud, la familia y el amor para toda la vida.

—Sí.

—¿Qué me dices del placer, el gozo y la pasión?

—Con la mujer adecuada.

—Eres una especie en extinción, compañero. Sodoma y Gomorra arderán, pero no antes de una última fiesta. Es muy noble esperar a la mujer ideal, ¿pero qué hay de malo en cultivar un fantástico jardín mientras tanto?

Raúl abrió la boca, envolvió el flan y de un sorbo lo envió a través de su garganta. La mente de Álvaro se perdió en los tres maceteros frente a la ventana.

Un día distinto y en otro punto de la ciudad, Álvaro vio los mismos maceteros expuestos en un escaparate. Siete cubos que le llegaban a la cintura, repletos de tierra y cada uno con un color del arcoíris. Álvaro imaginó siete bellezas en los siete cubos como siete brotes. Siete perfectos cuerpos cubiertos de tierra y dispuestos a hacer cuanto él quisiera. Pero aquello era antinatural, perverso y deshonroso. Él era un hombre, un auténtico hombre, y como tal no quería una carcasa bonita, sólo. Ansiaba la compañía intelectual de una mujer, inteligente, divertida, apasionada, modesta, dulce, sorprenderte, una mujer que le dijera “te quiero” en francés, llena de energía, de pasión; una mujer que compartiera todas las cualidades que él tenía. ¿Cómo un ser a medio camino entre la magia y la aberración genética iba a darle todo aquello? Claramente no podía. Y aún así despertaban su lascivia, y desde la cena con Raúl, también su curiosidad. Él era un científico, y como buen hombre de ciencia su deber era mantener la mente abierta. Desde luego no compraría ninguna semilla, ninguna maceta y ningún abono; pero podría reafirmarse en su oposición hacía aquellos seres que estaban destruyendo la base moral de la sociedad.

Entró en la tienda.

Las campanillas sobre la puerta sonaron y la tienda cobró vida de golpe. En las jaulas que colgaban del techo las cacatúas, los loros, los periquitos, los papilleros, las urracas, los cuervos y los papagayos graznaban y piaban sin que ninguno de sus berridos consiguiera encajar en una melodía afinada. En los recintos del suelo los cachorros de labrador, san Bernardo, husky y samoyedo ladraban y corrían en una competición por ver quién era más mono. En las estanterías un centenar de ratas, hámsteres, ratones, conejos y conejillos se subieron a las ruedas y se apelotonaron en los cristales. Solo Viviana, la enorme pitón que habitaba en el terrario más grande, se mantuvo indiferente a la entrada de Álvaro en la pajarería. Y aunque un rápido vistazo bastaba para ver los excrementos en todas y cada una de las jaulas, todo el local olía a lavanda y brezo.

En el mostrador una mujercita pegada a unas gafas y la cara arrugada como un zapato viejo le atendió con una sonrisa tan leve como fingida.

¾Buenos días.

¾Hola. ¾Álvaro dudó, recorrió las estanterías y señaló unos huesos de plástico¾. ¿Los tiene más grandes?

La sonrisa de la mujer topo se volvió sincera y mostró dos filas de dientes grises sobre encías amarillas.

¾Los tengo enormes, pero no creo que le interesen.

¾¿Ah no?

¾No tiene que avergonzarse. Por aquí vienen muchos hombres y muy respetables.

¾No sé de qué me habla.

¾Venga, le enseñaré las semillas.

¾Bien, pero sólo porque insiste.

Detrás de las macetas del escaparate la mujer le mostró unas mallas. Dentro de las mallas descansaban los bulbos sobre un lecho de virutas de madera.

¾¿Esto es lo que se planta?

¾Si quieres que salga algo sí.

¾¿Así de fácil?

¾No es para nada fácil. ¾La mujer levantó un dedo arrugado como un calcetín vuelto del revés y con él amenazo a Álvaro¾. Desde el momento en que se planté todas las variables del entorno afectarán al desarrollo físico e intelectual.

¾¿Intelectual?

¾ Los bulbos son sensibles a todo cuanto hay en su entorno para crecer. La moral, la actitud, los conocimientos, la lengua. Todo empieza en cuanto se planta.

¾¿La lengua? ¿Pueden aprender francés?

¾¿Sabe francés?

¾No.

La mujer sacó una gruesa diadema de metal de debajo de unas estanterías.

¾Son unos auriculares, le permite ponerle al bulbo toda clase de sonidos. Si le pone música en francés aprenderá francés.

¾¿Y será cariñosa?

¾Cuánto más la mime más cariñosa será.

Álvaro volvió a casa. Cargaba con la maceta, el bulbo, un saco de abono y los auriculares. Nada más entrar en casa, antes siquiera de quitarse los zapatos, Álvaro plantó el bulbo en la maceta, la regó en abundancia y le puso la discografía de Françoise Hardy. Mantuvo la música durante tres días; luego la cambió para poder entenderse con la criatura que brotara. A fin de cuentas, le bastaba con que supiera tres palabras. Más tarde pensó que si podía aprender idiomas podía aprender mucho más. Puso en los cascos lecturas de poesía, disertaciones de política y clases de quiropráctica. Si cultivaba un hierbajo, Álvaro cultivaría el mejor hierbajo de todos. No debía olvidar que aquello era un experimento. Un experimento con el que dar a Raúl una lección.

Pasaron dos semanas antes de que apareciera el primer brote. Tan solo una hebra, verde como un moco, con dos minúsculas hojas en la punta. Ni tan siquiera merecía el apelativo de ridículo. Cuatro semanas después el moco se había convertido en un tronco tan grande como un niño enano y de él colgaban hojas como abanicos. Álvaro la regaba con frecuencia, le añadía abono a menudo y la bombardeaba con audios. Matemáticas, biología, cocina, limpieza, desinfección, protocolo, modales, lengua, literatura, física, química, sexo, sobre todo sexo. Existía todo un mundo de audios destinados a las macetas en la red y Álvaro los utilizó todos. O lo intentó. Lo que no intentó en ningún momento fue leer los consejos y advertencias. ¿Gastronomía japonesa? Adelante. ¿Acupuntura? Por supuesto. ¿Introducción a los nudos marineros? Nunca se sabe. Además añadía al abono nutrientes comprados para potenciar determinadas partes del crecimiento. Nitrógeno para una estructura fuerte, hierro para una piel bronceada, cloro para un metabolismo rápido, aquella sal para que tuviera un pelo reluciente y aquella otra para unas tetas enormes. En el fondo era un romántico. Iris sería lo más parecido a la mujer perfecta que existiría jamás. Sí, le había puesto nombre.

En la sexta semana Iris llegaba al techo y sus hojas eran como orejas de elefante, en lo alto lucía una flor de girasol grande como una sombrilla y el tallo había tomado la forma de una vaina en la que se veía a trasluz el cuerpo de una mujer. Cada vez que Álvaro ponía a Beethoven, Iris seguía el ritmo con la cabeza. Él se sentaba en el sofá y pasaba horas contemplándola. A todas horas la imaginaba surgiendo de la matriz. Una mujer perfecta, creada a medida para satisfacer sus deseos. Una mujer perfecta que existía sólo para hacerle feliz. Una mujer perfecta para tener una relación perfecta.

En la octava semana las hojas amarilleaban por los bordes, el girasol perdía pétalos y la base del tallo se volvió quebradiza. Álvaro examinó la planta con cuidado y añadió más agua con la disolución de nutrientes. Pasaron seis días y el girasol clareaba como un perro tiñoso, las hojas amarilleaban hasta el tallo, se caían con la brisa y los nuevos brotes a penas crecían. Desesperado, Álvaro llamó a la mujer topo.

¾Ajá. ¾La mujer escudriñó la planta acercando sus pequeños ojos grises a las evidencias del problema¾. Ajá. ¾dijo al observar la decoloración de las hojas. Hundió un dedo en la tierra y se lo llevó a la boca, saboreó. Dio una vuelta por el salón y descubrió los sacos de sales minerales¾. ¡Ajá!

¾¿Qué sucede?

¾¿Sabe lo que es la osmosis?

¾Qué si sé lo que es la osmosis. Claro que sé lo que es la osmosis.

¾Debería refrescar ese conocimiento cuando añada minerales a un abono rico en nutrientes.

¾Es decir, que la culpa es de su abono.

¾No, la culpa es suya.

¾Eso ahora no importa. Estoy dispuesto a perdonarla si me dice cómo la curo.

¾¿Curar? No, señor Resines. Le recomiendo que la desplante y pruebe con otro bulbo. De todo se aprende.

¾¿Desplantarla? ¿Dónde?

¾Al cubo de desechos orgánicos.

¾¿Cómo dice? Esto es increíble. No pienso matar a Iris.

¾¿A quién?

¾Iris —dijo extendiendo los brazos a la planta.

¾Entiendo.

¾No, no lo entiende. Se muere y usted en vez de ayudarla quiere rematarla. ¿En qué piensa? Es casi un ser humano. Por el amor de Dios, si baila con Beethoven.

¾No, señor Resines. Es usted quien no lo entiende. El desarrollo de, esto, Iris, se ha comprometido. El bulbo asimila todo lo que sucede durante su desarrollo, incluso esta conversación. Este percance sin duda afectará al fruto.

¾Le digo que no me importa.

¾Bien. Si está decidido debería trasplantarla a una maceta con una tierra que no la mate. Regarla, sólo con agua, y esperar que tenga la suficiente fuerza para sobrevivir.

¾La tendrá se lo aseguro.

Trasplantar a Iris fue más duro de lo que Álvaro previó. Pesaba tanto como una mujer adulta con un bloque de hormigón en cada pie. Las raíces sujetaban varios quilos de tierra y estaban agarradas con firmeza a la maceta. Cuando logró sacarla de ahí la depositó con cuidado sobre la alfombra y con los dedos desnudos retiró la tierra tóxica de las raíces. Los hundió como en una maraña de pelo sucio y lo cepilló con la delicadeza con la que imaginaba que algún día cepillaría el pelo de su hija. La alfombra quedó toda llena de tierra, y el salón, y el sofá. Había tierra por todas partes, entre sus uñas, en su ropa, en su pelo, en su cara, pero ni un solo grumo en las raíces. A la luz de la tarde, sobre la alfombra polvorienta, Iris era como una muñeca en una bolsa verde que esperaba a que alguien la abriera para jugar con ella. Álvaro enjuagó la maceta, la fregó hasta que estuvo seguro de que no quedaba ninguna sal en ella. La llenó de tierra nueva hasta la mitad, colocó en ella a Iris y terminó de llenarla. La noche había caído para cuando acabó. Estaba empapado, apestaba a sudor y abono, le dolían las uñas y los brazos le hormigueaban; pero todo pasó cuando vio a Iris bajo el reflejo de la luna. Dormía en su matriz como si nada hubiera pasado. Algún día Álvaro le contaría la cómo le salvó audazmente la vida enfrentándose al estúpido criterio de la mujer topo.

¾Buenas noches mon amour ¾dijo y le sopló un beso.

Iris movió un dedo.

Los siguientes dos días Álvaro no pisó la calle. Pasaba las horas frente a Iris. Miraba las hojas, contaba los pétalos, medía la humedad del aire y la temperatura; y corregía la más mínima desviación. Dejó de ponerle los audios y pasó a leerle personalmente. Libros de sus estudios universitarios, novelas que alimentaron su adolescencia, revistas de divulgación y los periódicos del día.

Al tercer día Álvaro abandonó la casa para atender las obligaciones inherentes a su persona. Volvió pasado el medio día, agotado, estresado y hambriento. Abrió la puerta y sintió el olor de los huevos fritos y el bizcocho horneándose. Le extrañó, pero enseguida se olvidó cuando vio la planta que yacía en la alfombra, tirada como un trapo, mustia. Era toda amarilla y los pétalos de girasol rodaban por el suelo como hormigas en una orgía de azúcar. Álvaro se arrodilló junto a la planta y la cogió. No encontró el cuerpo, sólo la matriz, seca y quebradiza como una manta de papel de seda. Una lágrima cayó sobre ella y la atravesó como un ascua la nieve.

¾Te he preparado los huevos como a ti te gustan. Al bizcocho le faltan un poco, no te esperaba tan pronto.

Álvaro se giró y la vio poniendo la mesa. Era una línea recta rota por las generosas curvas de las caderas y el pecho. Los brazos finos fluían alrededor de su cuerpo como las ramas de un sauce llorón al viento. Tenía la piel cristalina, tanto que se veía la sangre fluyendo dentro de ella. Los labios estaban grabados a fuego en forma de sonrisa sobre una cara tan dulce que era imposible mirarla sin que se te encogiera el corazón. El pelo rizado quedaba suspendido justo por debajo de las orejas y brillaba en reflejos que fluctuaban en verde, amarillo y castaño. Los ojos eran dos espejos negros y en el reflejo Álvaro se vio a sí mismo atrapado en la joya que había creado.

¾No importa. Ahora tampoco me apetece ¾dijo Álvaro con un hilo de voz.

Fueron los mejores huevos que había probado nunca, también el bizcocho estaba delicioso, pero lo mejor de todo fue el postre. A partir de ese día siempre tomó postre. Tomaba postre en el desayuno, en la merienda y en la cena. A veces también en las comidas. Tomaba postre cuando iba con Iris a comprar al súper, en los lavabos. También en la biblioteca, en la sección de literatura local. Tomaba postre cada vez que la llevaba en coche a algún lado, en los asientos de atrás o en los de delante; una vez tomó postre en el maletero. También en los probadores cuando fueron a comprar ropa. Tomaba tanto postre y tan a menudo que debería haberse saciado, pero no. Ninguno de los dos lo hacía. Y después del atracón inicial Álvaro decidió que era hora de exhibir a Iris como uno de sus mayores logros.

Cenaron crema de verduras, calamares y suflé. Como siempre, estaba todo delicioso, pero Álvaro hacía tanto ejercicio que no había engordado un gramo. Raúl dejó los cubiertos sobre las migas del suflé y se reclinó satisfecho en la silla.

¾Puedes decirlo sin miedo ¾dijo Álvaro¾. Jamás probaste nada igual.

¾No está mal, no está mal. ¿En qué restaurante has comprado las raciones?

¾Nada de restaurantes, amigo mío. Todo lo que has probado se ha preparado en mi cocina.

¾Oh, no me digas. ¾Raúl se hurgo los dientes con un palillo, estaba más sorprendido de la poca comida que había entre ellos que de las revelaciones de su amigo¾. ¿Quién, entonces, ha cocinado todo esto? Si mal no recuerdo, la última vez que te mudaste no te preocupaba la cocina. ¿Para qué? Decías.

¾Sí, pero rectificar es de sabios.

¾Y copiar de científicos. ¿Vas a presentármela de una vez?

¾Has estropeado la sorpresa, Raúl. Tienes un don para estropearlo todo. Iris, querida, entra por favor.

Iris salió de la cocina, caminando con saltitos sobre sus zapatos plateados.

¾Da una vuelta que te vea, Iris, cariño.

Iris giró sobre sí misma sin dejar de sonreír. La falda gris se elevó como un anillo alrededor de su cintura lanzando destellos de lentejuelas por todo el salón. Se detuvo y se le escapó una risilla infantil.

¾Ya basta, Iris. Puedes irte, gracias.

Iris se fue. El repiqueo de sus zapatos fue sustituido por el sardónico aplauso de Raúl.

—No está mal. No está mal. No te tenía por un botánico.

—Admite que estás maravillado.

—¿Maravillado? Decepcionado, tal vez. —Raúl se entretuvo en observar un pedazo de comida masticada en la punta del palillo—. Te tenía por un perfeccionista.

—Soy un perfeccionista.

—No obstante estás encantado con ese notable bajo.

—Envidia.

—Desde luego que no, soy objetivo. ¿Es Inés...?

—Iris —interrumpió Álvaro.

—Iris. Como decía. ¿Es Iris un cultivo mejor que bueno? Sí, lo es. ¿Es Iris excepcional? Probablemente no.

Álvaro clavó las uñas en el mantel. Apretó los dientes como si intentara triturarlos mientras una gota de sudor caliente y denso como el magma le recorrió la nuca.

—Analicémosla —dijo Raúl—. Es alta, es preciosa y tiene una piel cuanto menos interesante. Entremos en detalle. Tiene las caderas anchas, pero el culo plano. Los brazos son demasiado largos, están desproporcionados, solo un poco, lo suficiente para que se note. Y los pechos. ¿Álvaro, viste sus pechos? Tiene un pecho más grande que otro, está clarísimo. ¿Qué le hiciste?

Álvaro saltó de la silla impulsándose de un golpe en la mesa. Tenía la sangre acumulada en la cara, las mejillas inyectadas en fuego, como si su cabeza fuera a explotar en una llamarada que dejaría a Raúl reducido a cenizas, a polvo, a nada.

—Envidia, todo es envidia. Envidia de que yo con una sola flor haya demostrado ser mejor que tú con todo tu jardín.

—¿Qué Jardín? ¿No te lo conté? —Raúl cogió su copa de vino y agitó los posos, estaba impasible en la silla, como un padre que asiste a la pataleta de un niño—. Me deshice de todas. Conocí una mujer, una de verdad, Álvaro. Tú deberías hacer lo mismo. Esto no te hace ningún bien. No va contigo.

—Se acabó. Fuera.

Álvaro rodeó la mesa, cogió a Raúl de su americana planchada a la perfección y le obligó a levantarse.

—¿Como fuera? ¿No tomamos café? ¿Dónde se ha visto una cena sin café?

—Fuera.

Álvaro arrastró a Raúl por todo el salón hasta la calle.

—La próxima la hacemos en mi casa. Te presentaré a Miriam, verás que bien te cae. Es un ángel de carne y hueso.

Álvaro cerró con tal portazo que los cimientos del bloque se estremecieron y el suelo y las paredes vibraron como la piel de un tambor. El golpe subió por el brazo de Álvaro, agitó los huesos y una vez en el hombro sacudió la espalda como a una manta vieja. Álvaro se quedó clavado en un ángulo de cuarenta y cinco grados sin poder erguirse. Arrastró los pies por la moqueta del recibidor hacia el salón. Intentó pedir ayuda. Llamar a Iris. El esternón le envolvió los pulmones como una mano que escurre una bayeta y sólo pudo emitir un gemido, leve, agónico, como el silbido de un juguete para chuchos. Llegó al salón donde no pudo percibir el aroma del café saliendo de la cocina; tampoco vio el pliegue de la alfombra con el que tropezó. Le dio un largo y húmedo beso a la alfombra, un beso que le dejó la boca llena de pelo y tierra. El peso del cuerpo era suficiente para que sintiera la columna vibrando como una cuerda. Iris salió de la cocina con una bandeja de café caliente y encontró a Álvaro tirado boca abajo en la alfombra como un borracho sobre su vómito. La bandeja y el café cayeron al suelo cuando Iris salió corriendo hacia él. Cogiéndolo con firmeza le puso de lado y palpó la columna vertebra a vertebra. Cada vez que tocaba un hueso Álvaro emitía un gemido distinto, como distintas son las notas en cada tecla del piano.

—Te va a doler.

—¿El qué? —dijo Álvaro.

Iris presionó en la base de la espalda y tiró del brazo como de una palanca. Un crujido brotó de la contractura y Álvaro quedó extendido sobre la alfombra. Iris le ayudó a llegar hasta la cama donde se desplomó y ella junto a él. Acunó su cabeza y masajeó su pecho.

—¿Te duele?

—Ni la mitad que antes.

—Me alegro.

—¿Cómo lo hiciste?

—Tenías una contractura.

—¿Pero cómo lo sabías?

—Simplemente lo sabía. Sé muchas cosas.

Álvaro asintió. La había bombardeado con tantos conocimientos que no sabía de qué era capaz.

—Descansa, mi príncipe. Yo cuido de ti. Siempre cuidaré de ti.

Se acurrucó en su pecho y cerró los ojos esperando descansar. Se acurrucó, se puso cómodo, hundió la cara en aquella nube cálida mientras se embriagaba con su dulce aroma. Pero no podía dormir, tenía que comprobarlo. Cambió de sitio la cabeza y se acomodó en el otro pecho. Firme, suave, mullido, era todo lo que un hombre podía desear. Pero tenía que comprobarlo. Volvió a cambiar la cabeza de lugar y no tuvo dudas. No lo había visto hasta ese día. Raúl siempre lo estropeaba todo.

Los brazos eran más largos de lo normal. Lo suficiente para darse cuenta. Álvaro lo vio claro cuando paseaban por el parque e Iris se fue a perseguir las palomas. Era como si tuviera dos mangueras en vez de brazos. Y el culo. Jamás se había fijado, pero cuando volvieron a comprar ropa y ella retiró la cortina del probador con una sonrisa pícara y un vestido crema que colocaba cada gramo de carne en el lugar más provocador posible; Álvaro no miró las curvas en sus caderas, los hombros desnudos o los grandes, e irregulares, pechos asomando en el escote, no. Álvaro sólo tenía ojos para el espejo, donde se reflejaba la espalda de Iris. Blanca como un rayo de luna, caía lisa hasta las piernas. Un instante después la tenía contra el espejo. Su respiración agitada empañó el cristal cundo la llenó con su miembro. Terminó enseguida.

Fue entonces cuando aparecieron las otras mujeres. En todos los colores y en todas las formas. Llevaba meses sin ver ninguna y aparecieron todas de golpe. Iba por la calle y no paraba de mirarlas. Fantaseaba. Las devoraba con los ojos. Y se veía capaz de conseguir a cualquiera, o a todas. Si Raúl podía él también. Tendría una mujer. Una mujer normal que habría salido de una vagina y no de una maceta. Con la que podría tener hijos. Más hijos que Raúl; y más listos y más guapos. ¿Con quién? Estaba la pelirroja del paso de cebra, la chica mona de dientes de conejo de la panadería o tal vez la chica bajita de enormes ojos castaños que caminaba hacia él. Entonces Iris se colgó de su brazo y se sintió como un niño en una tienda de chuches con su madre.

A escondidas fue a comprarle un regalo a Iris. Él no lo sabía pero iban a cumplir seis meses. Así que se escabulló un día de casa y compró el más plateado y reluciente pestillo que encontró en la ferretería. Lo colocó en esa habitación libre que tenía y no sabía para qué servía, y lo colocó por fuera.

—Es una sorpresa —dijo cuando Iris quiso saber qué hacía.

En la habitación metió todas las cosas de Iris. Los vestidos, las faldas, los tops, las camisetas, las braguitas, los tangas, los sujetadores de encaje, los saltos de cama. También las cortinas que compraron juntos, los moldes de cocina, los perfumes, el maquillaje, las fotos, los poemas, las entradas de la primera vez que fueron al cine, el billete de la vez que fueron en teleférico y la alfombra en la que le salvó la vida. Lo metió todo en la habitación.

—Pasa, tengo algo para ti —dijo Álvaro.

Cerró la puerta tras ella y pasó el pestillo. El hierro sonó como un tren que se estampa contra un muro. Al otro lado Iris forcejeó con la puerta. Álvaro no quiso escuchar lo que decía. La maneta se retorció como un pez en las garras de un depredador. La puerta vibró y luego tañó golpeada desde el otro lado. El quejido de la puerta se extendió por la casa como se extienden las campanas de difuntos por las calles de un pueblo. Luego llegó el silencio, poco a poco invadido por el llanto que desembocaría en clamor. Un quejido agudo, atragantado de lágrimas y sollozos. Teñido con la desesperación que sólo el miedo más profundo otorga.

Álvaro la ignoró y continuó con su vida desde el punto en el que la había dejado el día que Iris germinó. Día, tras día, tras día. Acompañado de los lamentos, de las suplicas, del tañido de la puerta. Puso música, tan alta como pudo. El viento y la percusión de Beethoven atronaban la casa como si intentara derribarla y aún así Álvaro escuchaba a Iris cantar la melodía. La oía a lo lejos, como un murmullo en la noche, una flauta en mitad de un huracán. Pero la oía, y su voz se le clavaba en los oídos como un punzón. Así que hizo lo único que podía hacer. Se tomó unas vacaciones y viajó a miles de quilómetros sin pedirle a ningún vecino que le regara las plantas.

Al volver los últimos meses parecían un sueño, un cuento cuyo contenido había olvidado. Entró en casa y dejó las maletas junto a la entrada. El aire estaba cargado de la esencia de hierba seca y hojas muertas. Olía a otoño. Respiró profundamente y disfrutó del silencio. En la cocina cogió un saco de basura para desechos orgánicos y con calma fue a la habitación que nunca había servido de nada. La puerta estaba callada y el pestillo anclado tal y como lo dejó. La puerta chirrió al abrirla. Al otro lado, ropa de mujer esparcida por el suelo como hojarasca en otoño y sobre la alfombra un cuerpo. La piel era arcilla secada al sol y el pelo jirones de paja. Estaba inmóvil, escuálida. Álvaro se agachó junto a ella. Al tomarla del hombro la piel crujió y la dermis se desquebrajó y cayó al suelo.

—¿Álvaro?

Se apartó de ella.

—Te estaba esperando.

Álvaro apretó el puño y los restos de dermis crujieron entre sus dedos.

—No me dejes morir sola.

Álvaro sabía que estaría llorando si no fuera porque dos semanas de cautiverio la habían dejado sin una sola gota de agua en el cuerpo. No tenía fuerzas para llorar, para golpear la puerta o intentar escapar. No era capaz de nada, salvo de suplicar una muerte en compañía. Era un deseo sencillo, ingenuo. No morir sola. Podría haberse ido. Cerrar la puerta, abrir un libro y esperar unos días más. No lo hizo. Álvaro Se tumbó junto a ella por última vez. Se miraron el uno al otro como habían hecho incontables noches en el pasado. Frente contra frente, una última vez. La cara de Iris se desquebrajó cuando sonrió.

—Gracias.

Con un brazo, Iris envolvió a Álvaro. La mano era áspera y fría y se detuvo en su nuca tras recorrer la espalda. La carne de los dedos cedió por la presión y Álvaro notó las falanges que le palpaban la nuca. Iris suspiró, su aliento olía como la col hervida y un girón de paja se le desprendió de la frente. Álvaro fue incapaz de ver ningún atisbo atractivo. No entendía qué le había hecho caer en las manos de aquella ninfa de brazos largos. Los dedos bajaron por la nuca palpando cada vertebra. Compadeció a quienes aún seguían presos de los instintos que aquellos seres despertaban. Las falanges presionaron en el punto en el que la nuca se convierte en espalda y un chasquido le hizo estremecer. El cuerpo se le tensó recorrido por una descarga eléctrica que lo congeló. Los ojos de Iris irradiaban dulzura, su sonrisa infantil estaba teñida con la felicidad del primer amor. Álvaro quiso apartarse de ella, pero su cuerpo no se movió. Tampoco emitía sonido pese a articular gritos. Bajó los ojos y vio su cuerpo yacer en la alfombra como una bandera que se ha caído del asta. Vio las piernas desparramadas y los brazos lacios. Quiso gritar, revolverse, pero su cuerpo no reaccionó. La mano de Iris recorrió el cuello hasta acariciarle la mejilla. Los ojos de Álvaro se movían nerviosos, era lo único que se movía. El rostro de iris se apagó como una vela que llega al final de la mecha. Se acercó a él con lentitud y esfuerzo.

—Je t’aime—dijo; y quedaron juntos en la alfombra de tierra. Para siempre.


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