El sonido de las notas estiradas era opacado por la bulla procedente de la casa, a unos pasos abajo por la ladera. Abrumado de la fiesta organizada, por quien ahora era su prometida, salió en busca de un instante de paz; en un arrebato de melancolía, se procuró de una botella de whiskey y una vetusta guitarra antes de su sigilosa huida. Al llegar arriba de la colina vertió un chorro del alcohol al suelo, en señal de añoranza a viejos recuerdos — antiguas compañías—. («Tendrías que estar aquí»).
Las cuerdas empezaron a vibrar en sonidos que embellecían el lienzo oscuro que cubría el cielo raso, a veces interrumpidos por intervalos en los que el autor humedecía sus labios. Un cosquilleo le empezaba a recorrer la nuca.
La hermosa prometida, se apartó del grupo que, ya ebrios, sostenían una conversación superflua sobre la muerte; el tema la hizo consiente de la ausencia de su querido. Al no verlo en ninguno de los grupos esparcidos por la estancia, se arrimó, guiada por una corazonada, a la ventana que daba vista hacia la colina adyacente a la casa. Lo vio, con ojos llenos de ternura, ahí sentado, ignorando ser contemplado a la distancia. La imagen le evocó memorias de su juventud: los dos, casi niños, sentados en ese mismo punto, con el único propósito espontaneo de olvidar el mundo y pasar la tarde en mutua compañía. Secó sus ojos avellana en un lento movimiento mientras regresaba con los invitados.
Ya la mitad del contenido de la botella había desaparecido cuando el prometido vio a un hombre subiendo en su dirección.
— Es una hermosa guitarra— dijo el desconocido cuando ya se encontraba a corta distancia del prometido.
A pesar de que la figura cada vez estaba más cerca, le era imposible reconocer alguna facción de su rostro, sólo era capaz de ver una cara desdibujada. («Ya me debió de pegar el whiskey»).
— Si, supongo— respondió sin dejar de tocar un lento blues.
— ¿Me la venderías?
Sorprendido por la brusquedad de la pregunta, detuvo el retumbar de las cuerdas con el entrecejo arrugado.
— Era de un amigo— sentenció—. No la vendo.
— Uno muy apreciado, por lo que puedo ver— respondió el desconocido mientras colocaba un cigarro cuidadosamente entre sus labios, y se sentaba a su lado—. ¿La apostarías entonces?— continuó después de dar una profunda calada.
Antes de que, ya irritado por la irrupción de sus desamparadas cavilaciones, pudiera negarse a la propuesta, el extraño añadió con premura:
— Pues veras… soy el Diablo.
La circunspección con la que dio tal demente afirmación su acompañante le hizo ahogarse en carcajadas.
— Y supongo — respondió entre risas— que me ofrecerás fama y riqueza, a cambio de mi alma, claro.
— No necesitas de mi para esas cosas; no. Pero podría ofrecerte lo que más deseas, tal vez eso que te impide el regocijo de una noche en la que lo tienes todo.
La seriedad volvió al semblante del novio. El escándalo de la fiesta se escuchaba ahora en un eco lejano, mientras el sentimiento de soledad le incendiaba el pecho con un fuego fatuo. Entre los dos hombres sólo existía la lumbre del cigarro y la reverberación de la luna como refulgentes testigos del encuentro.
— Eso en el caso de que ganes— continuó el autodenominado Diablo, apartando, así, el silencio que dominaba—. Simplemente tendrías que tocar mejor que yo.
— Si lo llegué a conocer— dijo el novio mirando cabizbajo el instrumento que reposaba en su pierna— tan bien, como estoy seguro que lo hice, puedo estar convencido de que me hubiera golpeado al enterarse de que rechace una propuesta tan tentadora— finalizó la declaración con el murmullo de una risa melancólica escapándose de sus adentros.
— Está decidido entonces— concluyó el Diablo. Apagó el cigarro con la suela de su zapato y se aupó con vehemencia, emprendiendo una caminata en dirección a la casa.
Cuando, el prometido, por fin pudo arrancar sus ojos afligidos de la guitarra, le sorprendió ver que el hombre ya había regresado, en un tiempo que sintió absurdamente corto, y se encontraba sentándose discretamente a su lado con una flamante guitarra entre las manos. Sin pronunciar palabra, el Diablo empezó a rasguear una base de blues que su abstraído compañero supo entender como la luz verde que daba para su improvisación. La soltura con la que los dedos del celebrado prometido ejecutaban las notas hacía parecer que estos nadaran por el mástil con la gracia majestuosa de un tiburón surcando sus propias aguas. La hermosura de la interpretación era tal, que los vientos del mal dejaron de rugir, únicamente, para dar merecida prioridad al sonido cantado por la gastada guitarra. Terminó su repentiza con el comienzo de un rítmica, sobre la cual, la guitarra del Diablo empezó a llorar dulcemente.
Si el celebrado prometido hubiera alzado los ojos en ese momento, hubiera podido reconocer un rostro tan familiar como el propio, pero no lo hizo; no le hacía ninguna falta, pues sabía perfectamente la identidad de su acompañante desde que este empezó a golpear las cuerdas, de la misma forma como tantas veces le había escuchado hacerlo. Eso que había iniciado como una demostración de habilidad, no podía ser más ajeno a tal propósito. Era la reunión de dos viejos amigos, celebrando una noche de gozo.
La novia, que había empezado a subir la ladera, se detuvo en seco al escuchar el sublime blues que desprendía la solitaria silueta de su amado, arriba en la colina.