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Ventisca

Juan Carlos Merino

Surgido de entre lo profundo de las estribaciones montañosas que circundaban aquellas tierras salvajes, su insaciable apetito había quedado, por el momento, sin premio. Tras arrasar primero las laderas que se encontraban en las cercanías y no hallar nada, supuso que las pocas criaturas que las habitaban habrían huido buscando refugio ante el tiempo inclemente que se avecinaba. Así las cosas, se vio obligado a descender a zonas llanas, con su fuerza menguada, aunque de forma exigua. Azotó pinos altos y arbustos frondosos; levantó frío y rocas y penetró en rendijas y escondrijos sin éxito. Hambriento, se alejó aún más de su morada, de los escarpados y penetrantes picos de la cordillera que le servía de cobijo. Llevó cellisca y granizo, congeló campos y sepultó paisajes de blanco y todo en balde. La vida que buscaba, de corazón palpitante y sangre batiente, parecía haberse extinguido.

Ni un ave, ni un roedor, ningún ser que se arrastrara o saltara. Pero por encima de todas sus posibles presas, ansiaba encontrarse con aquellos que mejor sabían protegerse: los que caminaban sobre dos piernas. Ya el invierno pasado le costó localizarlos. Tan sólo un anciano solitario y una familia de granjeros, recordaba, cayeron en sus fauces. ¿Dónde estaban ahora? ¿Acaso se habían ocultado? ¿Y el resto de especies?? ¿Estaría destinado a pervivir por siempre con hambre eterna, con el único sustento que le proporcionaba marchitar ramas y envolver vegetación? Un fugaz movimiento le hizo girar en esa dirección. ¡Por fin habría algo a lo que echar el guante! Sus largos brazos se cerraron en torno al lugar con furia extrema, creando en derredor una lluvia implacable de muerte helada. Vacío. Sus sentidos debían haberle engañado. Aquejado de una insoportable frustración, se dirigió a regiones desconocidas, en las que la nieve era una mera leyenda. Y continuó alejándose, tanto como nunca, hasta que duras y secas extensiones de arena amarilla le rodearon. Allí, donde no podía agarrarse a las temperaturas gélidas de las nubes y la ausencia de montañas era total, Ventisca, el ente primigenio, murió al quedar rodeado de calor. Su último pensamiento fue para sus hermanos, sus iguales, que también pronto encontrarían que el mundo les había abandonado, quedando destinados a morir de inanición. Su hogar, el planeta llamado tierra, sería entonces un cúmulo de polvo y aridez.


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