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El cementerio de los árboles


Aquel era un buen hombre, te lo digo yo, que maldad alguna no habitaba dentro de él. En la aldea, Lennox era un anciano conocido y respetado. Atendía una pequeña herboristería bien cuidada, y muchas veces era que gente acudía a su sabiduría en busca de consejos.

Mas había algo que nadie sabía… y es que era un mago. Sí, así como te lo digo, no pongas esa cara, te lo contaré. Como deberás saber, los magos son aquellos que aprenden sus habilidades a través de libros, y él portaba un dote tan puro, tan envidiable, tan hermoso. Lennox no era como nosotros, por supuesto, pues pertenecía a otro mundo, veía cosas que tú y yo seríamos incapaces; de sus ojos se había corrido ese sutil velo que le permitía observar la verdad.

Lennox pasaba horas y horas dentro del bosque, muchas veces visto como muchas otras no. Las personas sabían de sobra que era un erudito de la curación, que sus visitas eran en busca de ingredientes para sus ungüentos y brebajes curativos a base de hierbas, de frutos o cortezas. Por un lado era cierto, pero por otro… cuando se internaba leguas y leguas dentro de la frondosidad de los árboles, allí donde nadie se atrevía, donde los rayos del sol o la luna se filtraban débiles entre las miles de ramas, donde habitaban los monstruos de los que se les advertían a los niños… El mago Lennox interactuaba con criaturas. Pues había aprendido su lenguaje y comportamiento. Estarás pensando de qué seres se trataban, ¿a que estoy en lo cierto? Pues, eran aquellos propios de la naturaleza, esos a los cuales los humanos nunca pusieron nombre ya que jamás supieron de su existencia.

Ese buen hombre, había dedicado su vida a estudiar a esas criaturas para poder cuidar y aprender de ellas. Cada vez que él llegaba, comenzaban a salir de entre los arbustos, los árboles, de debajo de la tierra, a veces del agua. Eran muy diferentes a nosotros, te lo puedo asegurar, mas a pesar de su aspecto que se alejaba del nuestro… podían sentir. Tal y como nosotros. Algunos caminaban a cuatro patas, otros se arrastraban o eran de grotesco aspecto, no obstante sus ojos eran capaces de destellar por felicidad, sus corazones de sentir amor, de sentir afecto.

Eran alguien.

¿No me crees, verdad? Sí, esos seres poseían un alma y su existencia era la explicación de muchos maravillosos hechos, como el color de las flores, el aroma de la savia de los árboles, la oscuridad de los pantanos. Curioso, ¿no crees? Pues bien, el mago Lennox había creado lazos con ellos y disfrutaba más de su presencia que la de ciertos humanos. ¿Si eran de él dices? ¿Cómo podría ser el dueño de alguien con vida? ¿Acaso cuando tú visitas a un amigo eso hace que te pertenezca?

Verás, este hombre era alguien capaz de comprender la libertad y había decidido ser, por el resto de su vida, el protector de esas criaturas que a veces necesitaban de su cuidado y cariño. Lennox era ya un anciano, pero cuando estaba con ellas no se sentía de ese modo.

Fue cuando él recibió un inesperado aviso de un alado ser antes que la noche cayera, que las cosas comenzaron a salir mal. Ya que, al parecer, cazado-res habían capturado una criatura. Lennox, con la máxima prisa que le permitía su viejo corazón, logró llegar a las profundidades del bosque… para encontrar a un grupo de hombres armados que gritaban victoriosos con un inerte y extraño cuerpo sobre sus cabezas. El mago cayó de rodillas cuando la tristeza le atravesó el corazón con un afilado trozo de hielo: «—¡Qué han hecho, monstruos! ¡Solo era un niño! ¡Cómo han de portar tan oscuras almas, asquerosos bastardos!», vociferó el devastado anciano cuyas brillantes lágrimas no era capaz de detener.

Entonces se le acusó al buen hombre de hereje. Y los aldeanos asusta-dos como furiosos no tardaron en internarse en el bosque en contra de la voluntad del mago. Éste, logró interponerse para impedir que siguieran avanzando; en una lengua extraña gritó a lo que las personas creían que era la na-da, mas estaba advirtiendo a las criaturas que se alejasen. Dio inicio a un conjuro con el mover de sus manos, para crear una rocosa pared que evitara el pasaje de los humanos. Pero de improviso, un silbido cortó el aire y segundos más tarde una flecha estaría sobre el corazón de Lennox… El suelo vibró, ira nació en las criaturas al presenciar tan desgarrador acto. Así el conjuro mal salió y al quitar con dolor la flecha de su pecho, la piel, los ropajes y la capa del anciano grises se tornaron, sus ojos lloraron antes de que su silueta por completo se endureciera.

¿Tú creías que era una simple y legendaria estatua aquella figura internada en el bosque?

La aldea no tardó en olvidar aquel suceso y convertirlo en una mera historia para evitar que se fuere más allá de las lindes.

Mas las criaturas jamás lo olvidaron, y su ira y despreció crecieron hacia nosotros. Por mucho tiempo visitaron a su cuidador y lloraban frente a él, por tristeza, por injusticia, porque cada día lo echaban aún más de menos. Y con el correr de las lunas, aquel sitio del bosque comenzó a perder sus brillantes colores, propios de las hojas, de las flores, de la tierra. Enredaderas con el tiempo abrazaron el cuerpo de Lennox y la bruma a hacerse más densa comenzó. Un constante luto no tardó en habitar el bosque.

Entre los magos siempre se lamentó esa pérdida, y se dice que aquel sitio murió junto con él, que un anhelo… un sueño enterrado allí yace, un sueño que nadie jamás fue capaz de comprender.

Que quizá alguien reviva, antes que la bruma se transforme en olvido, antes que la piedra profiera un último suspiro, un último latido.


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